Oteiza, Zaratustra en el Santuario de Arantzazu

FUGAS

La cuadratura del círculo. Eso es lo que ha logrado Txomin Badiola: ordenar la obra de Jorge Oteiza, escultor complejo por antonomasia y una de las grandes figuras del arte del siglo XX. Quien quiera conocer la creación de Oteiza ya tiene la herramienta, el catálogo razonado

27 may 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Ya está. Más de un decenio después de su muerte, lo más parecido a la clasificación de lo inclasificable se ha logrado. El escultor bilbaíno Txomin Badiola concluyó el catálogo razonado de la obra de Jorge Oteiza (Orio, 1908-San Sebastián, 2003), gigante del arte del siglo XX. Desde hace meses está en manos del museo Oteiza, en Alzuza (Navarra), responsable de sus posibles actualizaciones, y a disposición del aficionado y los estudiosos. Badiola se desvincula por fin del universo oteiciano, que tanto esfuerzo y tiempo le ha ocupado. Ese desgajamiento de caminos era para él una acuciante necesidad vital para afrontar sus propios emprendimientos artísticos. El temperamento bíblico de Oteiza, sus contradicciones, su tormentosa convivencia con el fracaso -«en esa frustración había como un placer, un regodeo», recuerda Badiola- resultaban agotadores para su entorno. «Yo lo he conocido muy íntimamente. He visto lo que sufría realmente. Sus inseguridades eran terribles, pero su expresión era de una especie de furor que en nada aparentaba inseguridad. Y la razón de ser de ese furor era la absoluta inseguridad. Me he quedado en su casa cuando trabajaba en su exposición y he visto cómo sufría lo indecible pensando en que si esa exposición se realizaba lo único que haría era poner en evidencia todas sus incapacidades, sus debilidades. Pero al mismo tiempo tenía una secreta fe en su trabajo que le decía: ?No, yo soy quien soy?. Esa cosa tan contradictoria era tremenda para él, pero para los que lo rodeaban era una auténtica tortura. La gente que se preocupaba y le quería era muy difícil que pudiera aguantar mucho tiempo. La única fue su mujer, Itziar Carreño, que aguantó hasta el final, y que tenía todo el mérito del mundo y era un ser extraordinario». Badiola no fue una excepción. Acabó exhausto.

Aún lo recrea en su mente como «una especie de Zaratustra, esos que bajan del monte y se ponen a lanzar imprecaciones al mundo». Sí, un Zaratustra en las laderas del Santuario de Arantzazu, un monumento del arte y la vanguardia que de no ser por esa fe de Oteiza, por su tesón, difícilmente hubiese salido adelante, ya que la Iglesia consideró inapropiados sus planteamientos estéticos y sus apóstoles destripados, poco menos que sacrílegos.

La orden de los franciscanos impulsa el proyecto. Se inicia (en Oñati, Guipúzcoa) en el año 50, y hacia 1954 un obispo de San Sebastián lo clausuró. Oteiza ya tenía tallados tres o cuatro apóstoles. En el 68, tras el Concilio Vaticano II, se pudo retomar, gracias al tozudo empeño de Oteiza. Encontró, además de ataques furibundos, un sorprendente respaldo ciudadano (y en la prensa). Arantzazu es un santuario de devoción popular ubicado en un lugar que ya era sagrado mucho antes del cristianismo. «Por alguna razón -anota Badiola-, la gente entendió que aquellas cosas que en principio debían parecer muy modernas también tenían una cosa ancestral, una expresión de espiritualidad precristiana» que sí conectaba con una sensibilidad religiosa. «Es un proyecto clave, pero no solo para él. Arantzazu es fundamental para el arte vasco en ese momento. Supuso la confluencia de artistas que van a ser después realmente importantes. Y fue una pica en Flandes en lo que representaba como arquitectura religiosa, ya que en los años cincuenta el nacionalcatolicismo tenía un peso demoledor», recuerda Badiola.

Allí coincidió con Chillida. Oteiza trabajaba en los apóstoles para el friso de la fachada (que fue vetado y quedó tirado en el suelo) y Chillida, en las puertas del templo, abstractas y por tanto menos problemáticas. Cada uno por su lado ejecutó su parte. Oteiza sí que compartía esa idea como de proyecto en común con los arquitectos (Sáenz de Oiza y Luis Laorga) y el pintor Néstor Basterretxea. La aportación de Chillida se hizo de modo más independiente.

Ambos acabarían siendo grandes figuras de la escultura del siglo XX, pero enseguida se distanciaron. A Oteiza le queda todavía mucho terreno por conquistar, en cuanto a reconocimiento internacional, que pronto le sonrió a Chillida. Contraste que Badiola comprende: «Chillida es un gran artista, pero lo es porque sus obras son objetos de admiración absoluta. Responde a una idea del arte más clásica, más permanente, más eterna. Oteiza es un vanguardista. Sus esculturas están destinadas a funcionar, a poner en marcha a la gente, a hacerte productivo, que te pongas a trabajar. Él se refería a sus esculturas como esas latas vacías que abandonas cuando ya les has sacado el alimento. Para Oteiza lo importante es lo que las esculturas son capaces de producir, más que el objeto en sí mismo. De hecho, sus esculturas son como pobres, no responden a criterios de belleza. Hay artistas jóvenes extranjeros que vienen a Bilbao, y pueden admirar a Chillida pero si alguien les puede descolocar y llevarlos a una situación más activa es Oteiza. Chillida apela a una idea de la eternidad del arte, mientras Oteiza apela más a la cosa casi evangélica de que para que la semilla dé frutos debe morir, es decir, la escultura debe sacrificarse para generar algo. Y al final, paradojas, Chillida con todo lo grandísimo artista que es, tiene su fundación cerrada, y la de Oteiza ahí está, sacando libros y poniendo en marcha proyectos», subraya.

Es extraordinario que en un radio tan pequeño coincidan en el tiempo dos obras tan importantes como la de Chillida y Oteiza. Pero convivieron muy mal. «Se llevaban fatal. Se trataron y coincidieron en el grupo Gaur, que renovó en los 60 el panorama artístico. Pero siempre se llevaron mal, porque responden a dos ideas del arte radicalmente diferentes. Y además está el hecho de que Chillida fuese el artista de éxito por antonomasia y Oteiza, el artista del fracaso por antonomasia. Cada uno estaba más o menos cómodo en su situación -evoca Badiola-, pero en la relación de ambos resultaba un aspecto irreconciliable. Porque lo que podía uno admirar del otro lo ponía en cuestión a sí mismo. El éxito de Chillida ponía en cuestión el fracaso de Oteiza y la productividad del fracaso de Oteiza ponía en cuestión el éxito de Chillida».

El éxito a Oteiza le llegó tras la exposición de 1988 que preparó Badiola y aquello supuso también «un descalabro considerable en su vida», la de una persona que solo vendía una escultura cuando necesitaba dinero, que vivía muy austeramente. «Lo único que le gustaba era pegarse comilonas. Tenía un Citroën Dyane 6, que aún se conserva. Además, cuando tenía dinero lo repartía de la manera más arbitraria imaginable. Venía alguien a pedirle y le soltaba cheques impresionantes».

Badiola explica que, «definida a lo bestia», Oteiza tenía una mentalidad un poco estalinista en el sentido que pensaba que para implementar todos sus proyectos estéticos necesitaba del poder político. Sus institutos de estética comparada, sus proyectos pedagógicos, de antropología, sus centros de investigaciones lingüísticas? Ahí nació otro de sus grandes divorcios. «Quería hacer realidad sus ideas. Y toda su ilusión estaba puesta en la constitución del primer Gobierno vasco a inicios de los 80. Lo nombrarían consejero de Cultura e iba a poner en marcha todo su proyecto». Nada más lejos de la realidad. Lo que tienen los proyectos utópicos es que son utópicos. Lo que hicieron además fue poner a su amigo más íntimo de asesor: Néstor Basterretxea, un hombre del partido, del PNV. Y Oteiza consideró aquello una traición.

Escribía artículos contra el Gobierno vasco. Estaba cabreado. Y a inicios de los 90, el escultor de Orio, tan nacionalista, se hizo amigo del presidente de Navarra, Juan Cruz Alli (de UPN), con un talante muy abierto. Halló comprensión, empatía y atención en Navarra y fue así que decidió que dejaba su obra a la comunidad foral para instalarla en Alzuza, una aldea pequeña en la que tenía casa y vivía por temporadas -cuando dejaba Zarautz- desde finales de los 70. Y en Alzuza está su flamante museo. «No hubo una decisión del tipo: estoy viviendo en Euskadi, me cabreo y me voy», desmiente Badiola.

«PARA OTEIZA, LO IMPORTANTE ES LO QUE LAS ESCULTURAS SON CAPACES DE PRODUCIR, MÁS QUE EL OBJETO EN SÍ. DE HECHO, SON COMO POBRES, NO RESPONDEN A CRITERIOS DE BELLEZA»

Oteiza. Catálogo razonado de escultura. Autor: Txomin Badiola. Editado por la Fundación Museo Jorge Oteiza y la Editorial Nerea, con la colaboración de Gobierno de Navarra. Dos tomos en caja (952 páginas). 120 euros