Argentina, cine y caldera social siempre a punto de estallar

José Luis Losa

FUGAS

El Bafici, uno de los grandes festivales de América latina, se celebra en medio de las críticas al ministro de Cultura de la ciudad de Buenos Aires por sus declaraciones negacionistas sobre los desaparecidos

29 abr 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Buenos Aires es esa ciudad a la que llegas y sientes nada más tomar tierra que la caldera está a punto de estallar. Se trata de un dèjá vu infalible. Enciendes, de primeras, el televisor del hotel: Cristina Fernández acaba de llegar a Buenos Aires desde su exilio interior de El Calafate para declarar ante el juez por una serie de imputaciones dinerarias. Su aparición está rodeada de una panoplia de diva acosada, de una tensión de trascendencia entre Garbo y Evita que ocupa todos los canales informativos. Pero no es solo ella. Al mismo tiempo, Mauricio Macri comparece en rueda de prensa tras su inclusión en los Panama Papers. Junto a Macri, una intendente colaboradora toma la palabra y se refiere a él como «el presidente de la Verdad». ¡Rayos! Este eslogan, que no es la más brillante idea-fuerza de su red de publicistas, supera al Ministerio de la Verdad del 1984 orwelliano. Incluso eleva el tono de la solemnidad del extinto Pravda.

Y así, en los diferentes espacios televisivos van intercalando una y otra intervención, como si estuviéramos en The Morning After. Aunque no se trata de ningún día después. Es una mañana bonaerense más. Seguramente hoy no saldrá De la Rúa en helicóptero a lo Saigón de las cimas de la Casa Rosada. Pero el clima político nunca decepciona.

Comienza el Bafici, el festival de cine independiente que llega a su edición 18.ª y lo hace con temperatura ambiente caldeada. Desde que el ministro de Cultura de la ciudad hizo en enero unas declaraciones en las que negaba que el número de desaparecidos en el régimen militar de 1976-1983 hubiese llegado a los 30.000, el sector reclama su dimisión en cada evento artístico que tiene lugar en Buenos Aires. La frivolidad de unas declaraciones autodestructivas han convertido a este hombre, llamado Darío Lopérfido (les aseguro que todo es real, que el nombre de villano no es artístico sino que figura en su DNI) en el pim-pam-pum del gremio cultural.

El festival, el primero de la etapa como director de Javier Porta Fouz, desde hace muchos años programador y una de las piezas centrales del equipo, deja notar esas tensiones. En la inauguración no se realiza ningún tipo de presentación ni palabras de bienvenida -supongo que para evitar escraches, en el país que inventó esta palabra hoy tan familiar par todos nosotros- y nos proyectan a pelo la excelente El hijo de Joseph, obra mordaz de Eugène Greene que protagonizan Mathieu Amalric y Maria de Medeiros. En el cóctel posterior escucho mucho más comentarios en torno al caso Lopérfido que sobre la película. A los autores argentinos que presentan este año película en el Bafici les ha pedido la comisión que denuncia a Lopérfido que encabecen sus intervenciones con una reproducción de las palabras del bocón.

Parece que una vez arrancado el festival las aguas se calman. Y se habla algo de cine. Quien quiera bronca tiene el muy conocido blog de Quintín, veterano crítico, director del Bafici en sus primeros años. Y devenido autoconsciente provocador, acerado, feroz antikirchnerista en los años K. Y aún ahora, claro.

Me une el afecto a Quintín y a Flavia, su compañera, cuyas películas son recibidas con interés en Cineuropa. No comparto muchas de las vitriólicas «intervenciones» de Quintín, que ya no habla solo de cine, más bien de sus fobias o sus afanes. Pero es polemista brillante. Su blog, La lectora provisoria, puede ser recomendable en dosis. Además, se enriquece con las reacciones muchas veces imprecatorias de los aludidos, procesadas sin censura.

Digo que se debe leer La lectora provisoria, sobre todo si uno vive au dessus de la mêlée argentina. Aunque Quintín también vote ahora en España, poseedor de la doble nacionalidad. Me cuenta a quién han votado en diciembre Flavia y él. No votamos lo mismo en España ni pensamos igual sobre su Argentina, aunque los dos consideramos un panfleto infumable y desubicado el Informe General II de Pere Portabella.

Decía que la bronca atmosférica, ya en el curso del festival, no llega a lo que parecía. Eso sí, al final del sensacional concierto de Michel Legrand en el Teatro Colón llueven desde las alturas los volantines donde se pide, en castellano e inglés, que se difundan las palabras del ministro Lopérfido. Eso sí, los activistas han tenido la sensibilidad de esperar a que Legrand remate la versión de The Windmills of your Mind, la mejor canción ganadora de un Oscar en toda la historia de los premios.

Michel Legrand: leyenda viva, 84 años que le permiten aún dirigir en pie más de media hora y luego asentarse sobre el piano para desgranar Yentl, Verano del 42 o El caso de Thomas Crown.

En la programación de este Bafici, donde el cine argentino es siempre medular, se producen dos descubrimientos «mayores». Uno, la película abiertamente ganadora del festival es La larga noche de Francisco Sanctis (en la foto) de Andrea Testa y Francisco Márquez. Se trata de un acercamiento a aquella oscuridad pesadillesca de la dictadura militar, a las luces de bohemia de un argentino sin militancias políticas que, de modo accidental, se va empantanando, en el curso de unas horas, en esa ciénaga donde más se hunde según chapotea. Y es como un cruce alucinatorio de Valle y del teatro de la conspiración de David Mamet.

El otro, La noche, de Edgardo Castro, es pieza de sórdido nihilismo, un acompañamiento a la vivencia non-stop de su protagonista a través del sexo apresurado, sin identidad, en bacanales homoeróticas. Y alcohol, drogas, huidas hacia adelante, baños públicos, moteles. Nada llegamos a saber de su identidad, de sus sentimientos, todo fuera de campo de esa negación desesperada del yo. Sus planos finales, esa claraboya donde la luz se posa por primera vez, en la mesa de un café, sobre este hombre deshabitado y una amiga transexual, son el único y proteico islote de ternura que se permite este viaje sin excursos.