Henry James, el hombre que modernizó la novela

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Detalle del retrato de Henry James pintado por John Silver Sargent en 1913. National Portrait Gallerý, Londres
Detalle del retrato de Henry James pintado por John Silver Sargent en 1913. National Portrait Gallerý, Londres JOHN SINGER SARGENT

El próximo domingo se cumplen cien años del fallecimiento del más inglés de los escritores estadounidenses. Su sombra de gigante -y sus zonas oscuras en el lado íntimo- aún impide hoy a algunos ver con nitidez la importancia de su contribución literaria. Se confunde su bruñido estilo, la delicadeza de su prosa, sus elaboradas estructuras y la complejidad de sus estudios psicológicos con la tarea costumbrista de un cronista de alta sociedad o un retratista cortesano, pero en verdad su innovadora y personal búsqueda hizo avanzar la novela de forma definitiva. Atrás quedaban el siglo XIX y los desvelos del realismo

26 feb 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Un tosco pero significativo epitafio en la tumba del cementerio, de Cambridge, en Massachusetts, en la cripta familiar, donde están custodiadas las cenizas de Henry James, informa: «Novelista, ciudadano de dos países, intérprete de su generación en ambos lados del océano». Pese al trazo grueso, el apunte encierra verdad, pero esta ha de ir necesariamente mucho más allá. El domingo se cumplen cien años de su muerte en Chelsea (Londres) a los 72 años; el mes de diciembre anterior había sufrido un infarto, al que siguió una neumonía: «¡De modo que aquí está, por fin, la distinguida!», dicen que exclamó. Él, que había tratado de cerca -y durante buena parte de su vida- a los fantasmas, enseguida debió olerse quién lo visitaba.

Han pasado cien años y sin embargo hay una cierta confusión sobre su literatura, o tildada de oscura, de escritura para escritores, o rebajada a la crónica de encopetada sociedad, entre el costumbrismo y el retrato cortesano. Visiones simplistas que no le hacen justicia, pese a que sí es admisible que en su etapa final su obra se vuelve más intrincada. Frente a predecesores ingleses como Jane Austen, Charles Dickens o Thackeray -tres gigantes-, sus intereses no estaban entre los objetivos sociales. Tampoco pretendió nunca ser un narrador de carácter popular. Su campo de trabajo habría de ser indefectiblemente la vida. Y el arte. Así se lo hace decir a su personaje Marian Fancourt en el exquisito relato La lección del maestro: ¿y qué es el arte, cuando es verdadero, sino la más intensa forma de vida? Y se lo expone por carta al escritor H.G. Wells: «Es el arte lo que da vida, da interés, da importancia, y no conozco ningún sustituto de la fuerza y belleza de su proceso».

Es en este proceso en donde se halla uno de los elementos centrales de su personalidad y complejidad creativas: «El arte de la representación está repleto de interrogantes cuyos mismos términos son difíciles de aplicar y de valorar; pero independientemente de que la hagan ardua, también la hacen, para nuestro alivio, infinita, provocando que la práctica de la representación -con la experiencia- nos vaya rodeando de un círculo que se ensancha, y no lo contrario. De ahí que la experiencia deba organizar por comodidad y regocijo propios, algún sistema de observación, ante el temor a perder su propio camino en la admirable inmensidad». Así se expresa en el prefacio a Roderick Hudson -de 1878, la que consideraba su primera novela- que escribió en 1907 para su inclusión en la edición de sus obras completas. En esta anotación deja caer la importancia que para él tienen la observación y la experiencia, y es que pocos narradores como James han dejado en su obra la trazabilidad de su propia existencia.

El autor de Washington Square nació en Nueva York en 1843 pero se trasladó con su familia a Europa en 1855 siendo aún un adolescente, aunque es en 1883 cuando se afinca de modo definitivo en Inglaterra (tras pasar también por Suiza, Italia, Francia y Alemania). Esta fractura marca a fuego su obra, como el que se siente un poco extranjero en todas partes, quizá americano por temperamento y europeo por voluntad de estilo. Este choque de culturas preside su producción literaria, como también la nostalgia del paraíso perdido neoyorquino, que da por estragado -cuando regresa mucho después- por la velocidad, los rascacielos, la avaricia, la tecnología y la vulgaridad. Ah, aquel pequeño pueblo entre la Quinta Avenida, la Sexta Avenida y Union Square. Las viejas costumbres que tanto amaba habían sido arrasadas por una nueva y dudosa escala de valores, donde la amabilidad estaba proscrita.

A esta quiebra de identidad habrían deben añadirse los ataques que sufría por escribir sobre la sociedad británica sin pertenecer a ella por nacimiento, como advenedizo estadounidense. «Trollope, Thackeray, Dickens, con todo su talento, fueron libres de describir a muchos personajes ingleses de un modo desagradable y lo hicieron en infinidad de ocasiones, pero si yo me atrevo a hacerlo en una sola ocasión parece que se me va a hacer un juicio penal y comienzan a correr rumores siniestros sobre lo que pienso de la sociedad inglesa», se lamenta amargamente. En enero de 1879 escribe sobre ello a su amiga de Boston Grace Norton: «Con mi Episodio internacional he ofendido a algunos de mis conocidos de aquí. ¿No te maravilla el asunto? Mientras uno les sirva personajes americanos para su entretenimiento todo va bien... pero cuidado con tocar a los sagrados nativos. ¡Son aún, eso creo, más mentecatos que nosotros!».

Relata muy bien el escritor irlandés Colm Tóibín cómo acabó siendo mal comprendido también en su patria natal. Cuando publicó su ensayo sobre Nathaniel Hawthorne, al que objetaba cierto provincianismo, «James descubrió que los americanos también podían ser igual de mentecatos. Fue atacado por críticos de Boston y de Nueva York -?los balidos de las ovejas campestres?, les llamaba-». Más duro fue encajar la incomprensión de su amigo William Dean Howells, quien escribió: «Es posible adivinar, sin necesidad de grandes dotes proféticas, que en poco tiempo James estará preparado para perpetrar alta traición».

Sea como fuere, con su talento y su fina capacidad de observación, a contracorriente, fue construyendo su obra. Enseguida logró su propio cáñamo, y hasta mereció la aprobación de su hermano, el filósofo William, siempre tan crítico: «Tu estilo es cada vez más sencillo, más rotundo y más conciso a medida que vas aprendiendo tu oficio de la escritura... la superficie de la historia es brillante y viva». Quizá tras Daisy Miller (1878) su sello personalísimo queda sentado, elegancia, morosidad y prospección psicológica. Algunos estudiosos dicen que su ligera tartamudez le inducía a preparar excesivamente su discurso antes de lanzarse a hablar (e incluso escribir).

La elipsis, la delicadeza, la introspección, la reflexión interior, la conciencia hablada, el fino humor, la ironía conducen un discurso en que, más allá del tenso diálogo Europa-América, los vínculos entre hombres y mujeres, el arte, la pintura, la escritura, los secretos, las relaciones de poder, las convenciones sociales, el cinismo, los fantasmas, el choque entre la inocencia y la maldad perversa focalizan la riqueza de sus muchos intereses.

Sin embargo, a medida que avanzaba en su trayectoria, su voz se fue volviendo más laberíntica, barroquizante; y el lector perdió la brújula, su atención decayó. La complejidad estructural de sus obras finales, la densidad psicológica hacían que el relato resultase intrincado, demasiado exigente. Para unos, fue una carrera loca y absurda por superarse; para otros, la circunstancia de que se apoyase en una persona que transcribía sus palabras y el uso de dictáfono volvían más ampulosa y enmarañada la redacción -y los vericuetos del estudio psicológico, casi un asunto clínico-.

En su fenomenal ensayo El arte de la ficción hace una encendida defensa de la libertad y la inteligencia creadoras, contra el exceso de normas y clichés que en un tiempo, apuntaba, parecían haber impuesto la impresión de que «una novela es una novela, como un pudin es un pudin», y que solo cabía tragársela. «Una novela -prosigue- es, en su definición más amplia, una impresión directa y personal de la vida: esto, para empezar, constituye su valor, que es mayor o menor de acuerdo con la intensidad de la impresión. Pero no habrá la menor intensidad ni, por tanto, valor alguno, si no hay libertad para sentir y decir».

Esta máxima que aplicaba a su trabajo no reinaba en su vida personal, en la que la faceta sexual ha sido siempre una incógnita. Esta ocultación de solterón militante -unida quizá a su esterilidad- se percibe en el tratamiento subterráneo que el tema recibe en su obra. Hoy, tras la salida a la luz de cartas a hombres más jóvenes de gran carga homoerótica, los hechos y los libros pueden verse (y leerse) de manera distinta.

En todo caso, hay afirmaciones ?¡por definición!? innegables. Y hoy nadie debe discutir que difícilmente se entenderían los innovadores avances narrativos de Joyce, Proust o Woolf sin el proceso de modernización de la novela que afrontó James, que con magia, talento y dedicación, dejó atrás el más romo realismo.