París y sus anfitriones enormes

Juan Carlos Martínez EN EL COCHE DE SAN FERNANDO

FUGAS

05 feb 2016 . Actualizado a las 17:15 h.

Para el paseante habitual, montarse en un avión es traicionar al ancestral ramo de los peatones. Pero si al final del trance aeroportuario y aéreo se encuentra París, seguro que los caminantes sabrán perdonar. ¡Qué riqueza de paseos ofrece esta ciudad! Los pies llevan al viajero por tan interesantes y largas caminatas que al final son los propios pies los que piden ¡avión, avión! y vuelta a las medias distancias y las blandas corredoiras.

Se puede recorrer París de la mano de guías tan autorizadísimos como Marcel Proust, del parque Monceau de su primer amor a la estación Saint-Lazare, que lo llevaba a Balbec; o como Georges Brassens, cuyo nombre es ahora el de un parque cerca de la casi chabola en la que vivió, en el corralón del Impasse Florimont, para ir de allí al Bois de Clamart, donde hay flores y amigos; o de la mano de Julio Cortázar, ese argentino francés que nos hizo querer París jugando a la mariola (rayuela), en un recorrido, el de Horacio buscando encontrarse con La Maga, que el Instituto Cervantes ha cartografiado con precisión. 

Pero el paseo favorito es el que nos lleva hasta el Jardin des Plantes, científico y campesino, con su zoológico romántico y sus serpentarios de ebanistería antigua. Los parisinos, que visten ahora casi uniformados de negro, huyen allí del barullo de los turistas y alivian seguramente, entre aquellas mansas fieras, la melancolía de tanta muerte que se les ha venido encima. Volverán la primavera y los vivos colores, y volveremos a pasear por París, a pesar del avión y de las protestas de los pies descoyuntados.