La selva de Mougli como representación de la sociedad y sus carencias

FUGAS

El sello Alba reúne en «Los libros de la selva» los dos tomos que Kipling publicó sobre las andanzas de Mougli y sus amigos e incluye el cuento en que por vez primera apareció el niño criado entre lobos. Su apariencia infantil no engañará al lector, que encontrará en estos relatos sobrada muestra de la maestría narrativa de Rudyard Kipling

12 jun 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Asalta al lector de una cierta edad la duda sobre si las emociones que siente sumergiéndose en Los libros de la selva de Rudyard Kipling tienen algo que ver con un mero intento de regreso melancólico al niño que fue frente al televisor en blanco y negro disfrutando de aquella edulcorada adaptación animada que Wolfgang Reitherman realizó en 1967 para Disney. Pero no, aunque tuviese tal tentación legítima, las emociones están tomadas al natural en estos relatos mal llamados infantiles que Kipling (Bombay, 1865-Londres, 1936) reunió primero en 1894 en El libro de la selva y después, al comprobar con asombro su éxito, volvió sobre ellos en 1895 en el Segundo libro de la selva, ambos aparecidos en la editorial londinense MacMillan. Son estos dos volúmenes los que ahora concita en un solo tomo el sello barcelonés Alba, con su esmero habitual, a los que agrega a modo de apéndice En el ruj, un cuento que supone el debut del personaje de Mougli (aquí, ya adulto), en tanto que fue publicado en 1893 integrado en el libro Many inventions. La exquisitez de la traducción se debe a Catalina Martínez Muñoz, que ya había hecho un muy sobresaliente trabajo en la indispensable antología de relatos de Kipling que Acantilado editó en el 2008. 

Sin embargo, como el lector sabe, los cuentos de Los libros de la selva, en este volumen presentados por orden cronológico de aparición, no tienen todos como protagonista a Mougli, ni siquiera versan todos sobre la selva o la India: dos de ellos viajan a tierras árticas tras los valientes pasos de Kotic (en La foca blanca) y las aventuras de Kotuko (Quiquern). La querencia polar del autor de Kim no es superficial: precisamente, Kipling confesó en una carta datada en 1895 que algo del esqueleto de las leyes de la selva que Balú explica a Mougli ha sido tomado de las costumbres de los esquimales del sur.

Su gran pasión era, en todo caso, la India, donde había nacido, y ese amor y ese conocimiento profundos se reflejan en sus extraordinarias narraciones, en las que afloran las contradicciones de quien fue tenido mucho tiempo por «profeta del imperialismo británico» -así lo pensaban sus acérrimos críticos, como George Orwell, que lo consideraban un conservador recalcitrante-, pero que en sus textos se desvela como un hombre de honda humanidad que comprende el país, sus habitantes y su indómito territorio -el periodista anida en su interior- mucho mejor que los burócratas y economistas de la aplastante maquinaria colonial, a la que él, por otra parte, pone en solfa.

Kipling acabaría siendo un reaccionario, un amargado y un cascarrabias que se negaba a aceptar que vivía y defendía un mundo que estaba ya periclitado, que se negaba a avanzar, pero como narrador su magia lo salva de cualquier deriva ideológica. Como dice el polígrafo bonaerense Alberto Manguel en el posfacio de la antología de cuentos que preparó para Acantilado: «El lector acaba la última página con la agradecida impresión de que algo, quizás innombrable, maravilloso o terrible, le ha sido revelado». Y eso es lo que ocurre con las andanzas de Mougli, de Kotic o de la temeraria mangosta Riki-tiki, que, en su aparente inocencia pensada para niños, hablan del sentimiento de comunidad, de la generosidad, de la valentía, de las diferencias, de la tolerancia, de la nobleza, aunque también de la violencia, la cobardía, los prejuicios y la necedad de la masa.

Lector, un delicioso festín.

Los libros de la selva. Rudyard Kipling. Traducción de Catalina Martínez Muñoz. Alba Editorial. 375 páginas. 30 euros