Teo Soriano, lujo y pobreza

FUGAS

El artista coruñés presenta en la Casa da Parra de Santiago su última obra bajo el título «Umbral» y comisariada por Alberto Alegre y Ángel Cerviño

15 may 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

No es nada fácil ser a la vez príncipe y mendigo. Ser capaz del refinamiento más absoluto y a la vez, extrañamente, de una cierta escatología que finalmente no es tal. En un banquete de pintura si eres goloso no usas los cubiertos. Si eres goloso te pringas. Lo guarro, o la guarrada, son conceptos que no parecen muy adecuados para una crítica de arte. En una crítica de arte hay que ponerse estupendos. Hablamos de ello, de lo guarro, pero cuando nos ponemos a escribir lo cambiamos por abyecto o por cualquier otra palabra que nos parezca más fina pero que resulta, en el peor de los casos, pretenciosa. Hablamos de povera y de minimalismo, y ahí ya encontramos referencias que nos permiten clasificar lo que es inclasificable. A menudo la crítica de arte solo busca un puerto tranquilo y conocido donde poder llevar al autor. Y quedarse tan panchos. Sin embargo, cuando hablas con Teo, él lo hace en términos mundanos. Lo que él llama guarro es, en realidad, la certeza de que el tiempo y el abandono también pintan. Y Teo Soriano es tan concienzudo en la búsqueda de un color como humilde para respetar lo que ya está pintado. La suciedad es la biografía de un objeto; como un cuerpo que se oxida, como la tensa piel nueva que se pliega en una arruga, como un fresco que se desconcha eterna y silenciosamente en una ermita. En su taller se acumula todo eso que la materia ofrece. Un purgatorio de objetos que esperan a que el autor decida ensamblarlos o desecharlos. Una cierta arqueología poética que dormita esperando el veredicto del autor y que propicia que la madera que un día fue puerta pueda acabar en el fondo de un contenedor o en el suntuoso salón de un museo. Los restos que Teo ensambla son pintura. Tienen el mismo valor que un brochazo. Son puro vocabulario. Pero además, en su paleta de color encontramos la misma inquietud buhonera. El color es extraño. Cuando pinta una piel lacerada el color empleado es como el estucado de una talla policromada. En sus colores, de alguna forma, se presentan las mismas sensaciones que provoca el material varado. El mismo ánimo anima sus dos líneas de trabajo para confirmarnos que son una sola. 

Debajo de las desabridas apreciaciones que Teo hace sobre su propia obra hay una fértil y profunda insatisfacción que es el motor característico de su trabajo. Nosotros somos espectadores de ese sufrimiento, de sus dudas, de sus accidentes. Disfrutamos de su honestidad y del error. El error es resultado del riesgo. Y en esa desnudez podemos asistir a un cuerpo a cuerpo del pintor y la pintura. Algo que está vivo y que llega a las paredes de la sala tan caliente que la obra termina de hacerse delante de nuestras narices. Teo Soriano no da nada por sentado ni se repinta a sí mismo. Y puesto que hace años que no practica la autoindulgencia, la búsqueda es constante y muchas veces desesperada. Pero en la desesperación acecha una cierta iluminación y cuando entras en su obra te da la sensación de estar en un humeante campo de batalla en el que no ha habido tregua ni truco. Solo verdad.

Nada más entrar en la sala hay un pequeño díptico monocromo. Pero ya no pertenece a esa gran serie de obras densas, de pintura empastada que tanto nos gustaban y que sospecho que precisamente por eso ha dejado de hacerlas. Ahora se trata de la búsqueda de un negro profundo, opaco. Inerte de tan mate. Mezclando trementina, cera y óleo nos introduce en la más absoluta oscuridad. No es casual que la exposición se titule Umbral. Un silencio en el que Teo se cita con Malevich a una distancia respetuosa y profundamente reflexiva. Teo siempre mira de reojo a sus mayores. En Descendimento, que para mí es la gran obra de esta exposición, Teo se muestra tenebrista como un Ribera. El esmalte que cede a la gravedad parece el mártir que, vencido por el tormento, se desvanece en un sudario acrílico. Es una pieza absolutamente sobrecogedora.

Hay otra gran obra, esta vez sin título, que merece mucha atención porque explica bien cómo es Teo. Teo compra habitualmente su pintura en la misma tienda. Un día se fija en un cajón, una especie de podio sobre el que colocan botes. Habla con el encargado y le propone quedarse con el cajón y construirle a cambio uno nuevo, exactamente de las mismas medidas y del mismo color. Teo se queda con el cajón viejo, que tiene golpes y ralladuras, que tiene todo ese dietario pictórico que tanto le gusta. El cajón cuelga hoy intacto de las paredes de la Casa da Parra. Pero aún hay algo más. Teo no cae en la tentación de documentar toda la peripecia para, de esta forma, colocarle una mochilita conceptual y ser oportunamente contemporáneo. Teo Soriano es un pintor.

Santiago. Casa da Parra. Hasta el 30 de junio