La resurrección de un muerto viviente

JULIO Á. FARIÑAS REDACCIÓN / LA VOZ

FIRMAS

El testigo de cargo «serio» en el histórico proceso del caso Nécora trata de rehacer su vida y sacar adelante una familia con un hígado nuevo y una pensión de menos de 400 euros

17 feb 2012 . Actualizado a las 11:41 h.

Manuel Fernández Padín ha pasado a los anales del narcotráfico gallego como el arrepentido serio que con su testimonio contribuyó a salvar los muebles de la histórica operación Nécora, lo cual es verdad, pero solo a medias.

Su verdadera historia encajaría mejor en un manual destinado a la prevención de las toxicomanías y/o a la recuperación de sus víctimas. Los avatares vitales de este cincuentón arousano son el paradigma de los riesgos que entraña el jugar con el fuego de las drogas y de que, una vez que se cae, es difícil pero no imposible salir.

Las pasadas Navidades regresó una vez más a Vilanova de Arousa, su localidad, y le contó a todo aquel que quiso escucharlo que se va a querellar contra Garzón, contra el fiscal antidroga de la época y contra el Ministerio del Interior porque primero lo han utilizado y luego lo han dejado tirado. Como principal prueba de sus acusaciones enseña los manuscritos que, según él, recogen datos suficientes para demostrar que cometieron «prevaricación y cohecho» porque algunas de sus declaraciones inculpatorias las hizo sin abogado.

Detrás de esa primera pantalla de narco arrepentido de haberse arrepentido hay un hombre que en el fondo no reniega del paso que dio hace más de dos décadas cuando, después de ser detenido como correo de los Charlines, optó por colaborar con la Justicia.

Vida en los cuarteles

En el rostro de Fernández Padín también se puede leer la vertiente humana de un hombre que tras mantener el tipo en el juicio del caso Nécora, se pasó 10 años viviendo en cuarteles policiales madrileños, en los que él y sus escoltas «convivíamos como podíamos», reconoce sin tapujos. Mientras tanto, su compañero de aventuras, Ricardo Portabales, cuyo testimonio fue más útil para la estrategia de las defensas que para la de las acusaciones, disfrutaba de todas las prebendas de un testigo protegido.

A través de las amigas de los policías, Padín conoció a la que hoy es su esposa, con la que tiene un hijo biológico de 13 años y otro de seis, que ambos adoptaron de recién nacido y con síndrome de abstinencia de distintos tipos de drogas, porque sus padres eran toxicómanos, y sus abuelos, minusválidos. Cuando adoptaron al niño, que era sobrino de su mujer, tenía trabajo en una empresa de mensajería, que perdió.

Hoy los cuatro sobreviven en una casa alquilada en la periferia de Madrid, en la que de vez en cuando les cortan la luz y el gas. Una pensión no contributiva que no llega a los 400 euros es su único ingreso fijo, desde que hace dos años el Ministerio del Interior logró que la Audiencia Nacional le retirase la ayuda que durante 18 años cobró con cargo a fondos reservados.

Entonces empezó para ellos una nueva vida y el despertar a la realidad de un pesado letargo de más de dos décadas en las que Fernández Padín reconoce que ha sido un verdadero muerto viviente. Ahora, con una familia y un hígado nuevo, se vuelve a sentir un hombre.