La Pureza, constituida en 1924 y especializada en túnidos, sigue en manos de la familia fundadora, lo que explica una trayectoria marcada por la calidad y la elaboración artesanal de sus productos
05 may 2019 . Actualizado a las 05:15 h.
De niño, Alfonso Docanto, el mayor de los cuatro hermanos que gestionan La Pureza, jugaba en la fábrica. «Antes eran naves viejas de teja, con la mitad de los patios abiertos, el suelo sucio e irregular, como todas», recuerda, ya jubilado, con 66 años, aunque acude a diario a la planta. Su abuelo, Vicente Docanto Martínez, fundó la conservera en Cariño en 1924. «Su padre ya tenía fábrica en Espasante, de salazones y pescado, y mi abuela paterna también, en Cariño, los Abella», apunta Ana, otra representante de la tercera generación de esta saga, empleada en el negocio, al igual que Carlos.
Las viejas construcciones delatan la tradición conservera de la localidad coruñesa de Cariño, donde llegaron a funcionar un centenar de fábricas, dedicadas a la salazón y después a la conserva. En los años setenta aún operaban más de veinte y ahora solo queda La Pureza, «que era de las pequeñas». Los hermanos Docanto han oído hablar de su tatarabuelo, propietario del velero El Africano, que cargaba caolín en el puerto de O Barqueiro con destino al sur de la península para la fabricación de porcelanas de La Cartuja de Sevilla. «De vuelta traía especias y sal para las conservas», comentan.
Llega la nevera
En casi un siglo de historia, La Pureza ha vivido todas las transformaciones del sector sin perder sus dos esencias: materia prima de calidad y métodos de trabajo artesanales. «El cambio llegó en los años 90, cuando empezaron a montar la nevera; la nave se reformó y se modernizó, antes había vigas de madera y el suelo era de piedra, con dos pozos debajo, de donde sacábamos el agua para lavar y fregar», relataba Ana Vázquez hace tres años, cuando se retiró después de 42 en la misma empresa. «Y encantada», afirmaba. A ella la contrató Jesús Manuel Docanto Abella, «quien realmente dio continuidad al negocio que emprendió mi abuelo», subraya Ana. Y que no dejó de acudir a la fábrica hasta su fallecimiento, en el 2016, con 90 años. «Venía a leer el periódico y se enteraba de todo lo que ocurría sin contárselo», añora su hija.