
Gildo Franco, que ha dedicado gran parte de su vida a Bazán y a la docencia en el Campus de Esteiro, es —como lo era Juan Benet— uno de esos ingenieros en los que conviven brillantemente la devoción por las matemáticas, el arte de hacer que las cosas funcionen mejor —que es el arte de solucionar problemas—, el cultivo de la reflexión y, además, la pasión por la literatura. Ahora acaba de publicar, en edición muy cuidada, los poemas que había escrito en su juventud, y que durante casi medio siglo habían permanecido, a oscuras y en silencio, entre las páginas de sus viejos cuadernos. «Desterrado del círculo de la alegría / de los domingos infantiles. / Te invoco / mi voz hacia Ti en búsqueda / subiendo en llamas..», escribe Gildo, que es un poeta cuya alma se derrama en cada verso como si de una voz frente al abismo se tratase. Como si todos y cada uno de sus poemas —incluso estos, los de juventud— guardasen ya dentro de sí toda su existencia.

No, el tiempo no se detiene (¡Felicidades, Javier...! Bienvenido, querido amigo, a la década en la que el pasado se convierte en un eterno presente y en la que el futuro apenas ha comenzado. Saludos, a través del mar, a Joyce y a Wilde y a Jonathan Swift y a ese gran Benjamin Black que se llama John Banville). Sobre los pequeños ríos de Escandoi, que van dejando atrás —de camino hacia la ría e Ferrol, el mágico mundo en el que los seres de la noche cantaban, bajo las estrellas, en los tejados de las casas— vuelan de nuevo los caballitos del diablo, minúsculos seres de un prodigioso azul casi cobalto.
Releo a Torga —sus maravillosos Diarios— y, de nuevo, vuelvo a emocionarme.