
La verdad es que no sabría decirles por qué, pero los viajes en tren entre Ferrol y Madrid siempre me han hecho reencontrarme con la literatura de mi admirado Juan Benet, que describió, como nadie más ha sabido hacerlo —y ya es decir—, lo que en el fondo tiene de puerta entre dos mundos una estación de ferrocarril. A pesar de la modestísima velocidad de los convoyes que, sobre todo en el pasado, unían ambas ciudades —una lentitud que llegó a habitar, de hecho, el ámbito de lo legendario—, siempre he amado esos viajes, por los caminos de hierro, entre este Ferrol nuestro en el que Europa comienza, la capital de la Galicia do Norte frente al Atlántico, y ese Madrid que, como Umbral —y no solo Umbral— decía, es, en sí mismo, un género literario, una literatura más.
Desde la primera vez que realicé ese viaje en un tren directo entre ambas ciudades (fue, si la memoria no me falla, cuando el Campeonato de España de Clubes de Cross se disputó en Fuenlabrada, donde creo recordar que la prueba absoluta la ganó Antonio Prieto, seguido por Constantino Esparcia) han pasado ya cuarenta y tantos años. Y desde la última vez que viajé a Madrid en otro tren directo desde Ferrol —esta vez no para correr un cross, precisamente, sino para hablar de libros—, habrán pasado apenas cuarenta y tantos días, no muchos más.
Esos trenes (trenes directos, insisto en ello), en los que durante casi medio siglo he ido sumando tantos y tantos recuerdos que aún me reconfortan el corazón, eran parte de mi vida. Y ver que ahora también se suprimen (para ir a Madrid ya habrá que hacer transbordo en A Coruña) me causa un profundo dolor.