Aún faltan unos días para que comience el tiempo de Adviento, que es el que abre las puertas a la llegada de la Navidad. Pero como en esta nueva era que nos ha tocado vivir los calendarios ya no son exactamente lo mismo que antes, y las celebraciones se alargan o encogen a voluntad («Todos os santos teñen a súa octava», decían ya los curas en la Tierra de Escandoi cuando yo era niño, para subrayar que no conviene nunca ser demasiado rígidos en lo que atañe a la colocación de las fiestas en los almanaques), estos días nos van recordando ya que el Nadal se acerca. Cosa que a uno no le parece mal, por supuesto, sino todo lo contrario.
Servidor de Ustedes colecciona figuras de los Reyes Magos, y todas las que posee le dicen estos días, sin necesidad de palabras, que ya es hora de pensar en poner el nacimiento.
Y tienen razón, qué duda cabe. Toda la razón del mundo. Porque el belenismo, entre todas cuantas artes existen, es una de las que con mayor rapidez nos permite viajar a nuestra propia infancia, al tiempo en el que fuimos ese niño del que todos descendemos. Me acuerdo mucho del belén de la casa en la que nací (¡me acuerdo de nuevo de él, ya ven ustedes, cuando todavía estamos en noviembre...!), y gracias a las magias de la memoria aún puedo ver, cuando cierro los ojos, aquel río por el que, entre el musgo, corría el agua; y los pastores con sus rebaños, comprados en la Papelera Ferrolana; y el portal, claro está, en el que el Niño Dios, que era rubio y de plástico, le sonreía a la humanidad entera, entre San José y la Virgen María.
(E recordo a Meus Padriños, diante do belén, mirándoo).