Miguel Garaizabal, religioso ferrolano en Tailandia: «Hablé con el padre de Daniel Sancho varias veces»

f. fernández FERROL / LA VOZ

FERROL CIUDAD

El superior de los jesuitas en Bangkok nació en Ferrol hace 82 años; se dedica a visitar presos latinos en las cárceles

06 oct 2024 . Actualizado a las 09:46 h.

«Yo ya soy tailandés» confiesa Miguel Garaizabal Fontenla. No en vano, lleva en ese país asiático 58 de sus 82 años. Sin embargo, nació en Ferrol el 10 de julio de 1942. Superior de los jesuitas en Bangkok, se dedica, entre otras muchas cosas, a visitar a los presos latinos en las cárceles cercanas a la capital tailandesa.

—¿Cómo es que se hizo cura?

—Nunca pensé en ser sacerdote. Iba para médico, como mi padre, por el que sentía una gran admiración. Era traumatólogo en el Hospital de Marina y le pedía que me llevara con él a la consulta. Pero cuando terminé el bachillerato tuve una experiencia religiosa muy fuerte.

—¿Cómo fue?

—En mi familia íbamos a misa todos los domingos, pero yo era de comunión diaria. No sé por qué, me encantaba. Un domingo, antes del examen final de bachillerato, había una cruz encima de la radio y la cogí. En ese momento, sentí la presencia de Dios, muy fuerte. Tuve un gozo enorme, como nunca lo había experimentado antes en mi vida. Fue como caerme del caballo (risas).

—Y se hizo religioso.

—Mis padres se llevaron un susto. Ya de ser cura, quería darlo todo, no quedarme a medias, y me hice misionero jesuita. En Tailandia necesitaban gente joven y aquí estoy desde el 30 de agosto de 1966, hace 58 años. Por eso digo que yo ya soy tailandés. Después de llegar me mandaron a la India a estudiar Teología y allí me ordené diácono, y sacerdote, en Bangkok, el 5 de marzo de 1972.

—Visita a los presos en las cárceles, ¿por qué?

—Desde que me ordené sacerdote, sí. Me enteré de que había una señora española en prisión y fui a verla. Allí supe que había dos presos más. Suelo ir todos los meses, pero depende de cuántos haya, porque hubo un momento en que había 17 españoles en cárceles cercanas a Bangkok. Ahora quedan dos y uno está a punto de salir. Desde hace unos quince años soy capellán del grupo católico latino, y vienen voluntarios conmigo.

—¿Ha estado con Daniel Sancho?

—Nosotros visitamos las cárceles más próximas a la capital. Sancho está muy lejos, en una isla, es como ir a Mallorca desde Ferrol. No puedo ir, pero quizá lo trasladen a la cárcel de máxima seguridad cercana a Bangkok y ahí lo veré. Pero hablé con su padre varias veces por teléfono. Estamos esperando. Yo creo que la pena de cadena perpetua está siendo revisada. Pero sí he estado con Artur Segarra, otro español que hizo casi lo mismo que Sancho. Primero lo condenaron a muerte y luego a cadena perpetua. Lleva casi ocho años y seguramente saldrá pronto, aunque tiene una multa como de 20.000 euros.

—¿Qué tipo de ayuda les proporciona a los presos?

—Les escucho. Verás, los presos pasan por distintas etapas de trauma. La primera es echarle la culpa a otro. En la segunda entran en depresión, sobre todo, las mujeres con hijos. Se dan cuenta de la tontería que han hecho. Todos están por tráfico de droga (fueron mulas) y los cazaron en el aeropuerto. Aquí hay unas penas muy fuertes por eso. Si te cogen con más de quince gramos, te condenan a quince años si te pillan en el aeropuerto...

—¿Los hombres no se deprimen?

—Depende. Seguramente se encuentran con que son la única persona extranjera en una celda hecha para quince, pero con treinta personas apretujadas, que duermen en el suelo de cemento con una mantita de colchón, con un calor enorme, la luz encendida 24 horas... Es un trauma fuerte. Los presos salen de la celda a las 6.30 horas, se forman, se alza la bandera, se canta el himno nacional, rezos budistas... Desayunan, comen sobre las once, cenan a las dos y luego a la celda hasta el día siguiente.

—Aparte de escucharlos, ¿les lleva dinero, comida?

—Nuestra colaboración es mínima, acompañarles, escucharles, ayudarles si necesitan algo... Les compramos comida, medicinas... Los médicos no van a la prisión, atienden online, te dan la receta y tú te las arreglas. La cárcel no te da medicinas, así que se las compramos nosotros a presos de habla hispana y a veces a sus amigos en la cárcel. Artur me pide latas de atún. La comida suele ser arroz con una salsa picante. También les damos dinero, ropa...

—¿De dónde sale el dinero que les dan?

—Son donaciones de la comunidad latina en Bangkok. Hay un argentino que sale ahora de la cárcel y le vamos a dar una maleta llena de ropa.

—Las familias también recurren a usted... Como el padre de Daniel Sancho. ¿Se puede hacer algo para que salgan antes?

—Nada. Pero las condenas no se cumplen íntegras. Son muy fuertes y la gente se asusta. ¡Madre mía! ¡50 años! Lo normal, si te portas bien durante mucho tiempo (cada preso tiene una nota por su comportamiento), es que te vayan rebajando la pena y los 50 se quedan en 7 u 8 años.

—¿Son seguras las cárceles?

—En general, son peligrosas. No puedes estar solo, tienes que pertenecer a una banda, a un grupo que lo comparte todo. Mucha gente tiene un arma, una cuchara de aluminio afilada, por ejemplo. Hay peleas, pero el castigo es muy fuerte: les meten en una celda en la que casi no pueden acostarse de lo pequeña que es y ahí los dejan un mes o dos, sin poder hablar con nadie, sin nada que leer...

—¿Es un país seguro?

—Jamás he oído un tiro, nunca me ha pasado nada, ni me he sentido en peligro. Lo que prima es la armonía, se evita el conflicto.

—¿Suele venir a Ferrol?

—Antes lo hacía cada cinco años, pero mis padres han muerto y tengo menos razones para ir.

—¿Hay algo que eche de menos?

—Después de tantos años, yo ya soy tailandés.