Uno de los escritores por los que siento una mayor admiración —que, todo sea dicho de paso, no son precisamente pocos— es Josep Pla, a quien tanto me gustaría haber conocido. Lo conoció Carlos, Carlos Casares, que también sentía por él una admiración inmensa. Y, si no estoy equivocado, hasta lo visitó (Casares, digo) en su casa de Palafrugell, en el Mas Pla, en el Baix Empordà. Acompañado por Rosa Regàs y por otro escritor cuyo nombre he olvidado, pero del que lo que sí recuerdo que era sacerdote, y con el que el autor de El cuaderno gris estuvo bromeando sobre la conveniencia de que los curas vistiesen o no —él no la llevaba— sotana.
Últimamente he pensado mucho en los días que Pla pasó en Ferrol, alojado en el hotel Suizo. Corría el año 1958, y fue aquí donde se embarcó en el navío que lo condujo a la costa egipcia. Aquel era un Ferrol en el que se amaba intensamente la buena literatura. La ciudad en la que se editaba la revista de poesía Aturuxo, que hicieron posible, entre otros, Tomás Barros, Mario Couceiro —excelente poeta y uno de los más grandes conversadores que he conocido en mi vida— y el también magnífico poeta Miguel Carlos Vidal. Una revista cuyo consejo de redacción se reunía en la chocolatería Bonilla, lo que dio lugar a una tertulia por la que en más de una ocasión pasó Antón Avilés de Taramancos. Me gusta imaginar a Pla paseando por Ferrol bajo la luz del invierno. Y escribiendo con su minúscula letra, esa irrepetible caligrafía con la que construyó —también desde Ferrol— uno de los más grandes monumentos literarios del siglo XX.