Los planeadores de papel, un mádelman y el hidalgo de la Mancha

Ramón Loureiro Calvo
Ramón Loureiro CAFÉ SOLO

FERROL CIUDAD

ramon loureiro

04 jun 2023 . Actualizado a las 00:07 h.

Es inevitable: en ciertas fechas muy señaladas —y no hablo de los días marcados con color rojo en los calendarios, sino de los que tienen, para cada uno de nosotros, un especial significado— la melancolía regresa de nuevo y campa a sus anchas. O quizás, permítaseme el matiz, ni siquiera se trate exactamente de la melancolía, sino de esa maravillosa forma de la nostalgia —nostalgia, por cierto, de lo que a menudo ni siquiera existió— que es la saudade.

A estas alturas de la vida echo especialmente de menos el tiempo en el que uno lanzaba al aire desde la ventana aviones de papel que a veces la brisa se llevaba muy lejos, hasta que se perdían de vista. Ese tiempo en el que uno soñaba que aquellas modestísimas naves —fabricadas, como los barcos de papel, sus primos hermanos, con la hoja de una libreta vieja— viajaban, a lomos del viento, desde la Tierra de Escandoi, hasta lugares fuertemente impregnados con sus propias magias. Lugares como el castillo de Andrade, la fortaleza de Moeche, la torre de Naraío, la fervenza del Belelle, la playa de Cabanas, el monasterio de Caaveiro o el pantano del Eume.

No sé ustedes, pero yo aún hago aviones de papel de vez en cuando. Lo que pasa es que no sé si volarán bien, ni hasta dónde, porque últimamente no me atrevo a lanzarlos al aire. ¡Ahora todo es muy raro! Puede que ya ni siquiera sea capaz de hacer que vuelen. De hecho, no me extrañaría nada, porque la última vez que tuve una peonza en las manos tampoco conseguí hacer que bailase. Y el único mádelman que conservo, que tiene traje de explorador africano y hasta posee un vehículo todoterreno que debía de ser muy apropiado para atravesar la sabana, está, siempre inmóvil, con la mirada perdida en la nada, en lo alto de una estantería. Muy cerca del techo, ya un poco al margen de todo: entre libros que me entusiasmaron cuando era un lector muy distinto, pero que hoy —prefiero saltarme los ejemplos— han dejado de interesarme.

(La relación que uno va teniendo a lo largo de su vida con ciertos libros es algo verdaderamente curioso, ¿no les parece?)

No voy a hablarles, ya lo dije, de los libros que dejaron de interesarme. Pero en cambio me gustaría dejar constancia de que hay autores —y en este caso también estoy convencido de que a ustedes les sucede lo mismo— que en mi juventud apenas me interesaban, pero que hoy sin embargo me fascinan. Como Azorín, por ejemplo.

Son pocos los autores (Wilde, Conan Doyle, Stevenson, Dumas, Dickens, Twain) que nos acompañan a lo largo de una vida entera. Y entre ellos brilla con especial intensidad —disculpen que insista— Cervantes. Qué buen y viejo amigo, como decía Borges, es, con el propio Cervantes, ese Alonso Quijano que, en efecto, «quiso ser don Quijote y lo fue algunas veces».

¡Menos mal que nos quedan los libros...!

(Y, claro está, los amigos verdaderos).