Ese espejismo que, en vez de acercarnos, nos hace estar tan lejos

Ramón Loureiro Calvo
Ramón Loureiro CAFÉ SOLO

FERROL CIUDAD

29 ene 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

A veces me digo que tendría que anotar en un cuaderno el nombre de las personas a las que, a pesar de lo mucho que las quiero, no veo nunca. Y que después debería dedicar el día entero a telefonearles a todas, para decirles que, aunque a veces pasemos años sin intercambiar ni una sola palabra, siempre las tengo presentes y las echo de menos.

Sí, a veces me digo eso. Pero después vuelvo a caer en la cuenta de que actuar así no dejaría de ser, en el fondo, más que otro triste ejercicio de hipocresía. Porque, vamos a ver, ¿cómo es posible que nunca encontremos ni un par de minutos para llamar por teléfono —ya no voy a decir para escribir una carta— a quienes, cuando ya sea demasiado tarde, lamentaremos haber perdido para siempre? ¡Vamos, hombre...! ¡Nos pasamos el día corriendo hacia ninguna parte, y después nos quejamos de que la vida se va yendo casi sin darnos cuenta!

Borges decía que la amistad no precisaba de «frecuencia» en lo que atañe a los reencuentros. Especialmente la amistad en su grado más alto, que es la que convierte a nuestros amigos en verdaderos hermanos. Pero no estoy de acuerdo con eso. Yo creo, como el Señor de Montaigne, que «quien no vive, de algún modo, para los demás», no vive, tampoco, «para sí mismo». Y que a los amigos hay que frecuentarlos. Si es posible, en persona; y, si no es posible, desde la distancia. Pero siempre en permanente diálogo con ellos, ya sea de viva voz —¿de verdad, insisto, no encontramos ni un instante para hacer una llamada de teléfono...?—, o enviando, por correo postal, unas líneas manuscritas, que para mi gusto particular sigue siendo una hermosa forma de demostrar el afecto.

(Cuando escribimos a mano, nos estamos dibujando a nosotros mismos. Sobre todo si tenemos mala letra. Pero hemos olvidado hasta el auténtico valor de las cartas de papel y de tinta, y eso no es bueno).

Es cierto que las pantallas —y hoy todos llevamos con nosotros al menos una— han conseguido, con sus electrónicas magias, que a veces tanto se asemejan a un espejismo, que ahora cualquier rincón del mundo esté más cerca. O, al menos, que nos lo parezca. Y también han logrado que, en la misma medida, la distancia que nos separa de los demás, se acorte.

Pero, por la razón que sea (y no sé qué pensarán ustedes...), esa tecnología, demasiado a menudo, más que acercarnos a los demás, lo que hace es alejarnos de ellos. Y la culpa es nuestra. Solo nuestra.

No vamos a renunciar a lo que el siglo XXI nos ofrece, por supuesto. Pero creo que también es necesario, y quizás hoy más que nunca, recordar la importancia de escuchar a los demás, mirándoles a los ojos y prestándoles la atención que merecen. Lo esencial es escuchar de verdad a quien nos habla, creo yo, y perdonen que me repita tanto. Lo demás suele ser, muy a menudo, una pérdida de tiempo.