
Tuve la suerte de ser alumno de Los Hexágonos durante dos cursos, en séptimo y octavo de EGB. Es decir: pasé por sus aulas a una edad (cuando uno tiene doce o trece años, si mis cálculos no están equivocados) en la que el corazón, que sabe mirar bastante más lejos de lo que lo hacen los ojos, comienza a comprender qué cosas son las que de verdad importan. Aquel era un lugar mágico. Un centro, de arquitectura absolutamente excepcional, situado frente a uno de los más hermosos valles que rodean la ría de Ferrol.
El colegio estaba a muy pocos kilómetros de mi casa, en la que yo oía contar, al calor del fuego, cuentos de aparecidos, de bandidos, de luces que atravesaban la noche y de países en los que siempre había nieve. Y en Los Hexágonos aprendíamos que cuidar de la naturaleza es preservar uno de las grandes prodigios de la Creación, que la literatura nos permite vivir mil vidas a un tiempo, que los números tienen vida propia, que la historia nos explica el presente, que el atletismo es el deporte en el que uno lucha contra sí mismo, y sobre todo que la tolerancia es un tesoro, porque nos enseña a escuchar, a reflexionar y, en definitiva, a convivir.
Desde la ventana de mi clase se veía, a lo lejos, Astano, un prodigio de la construcción naval.
El paisaje era, todo él, muy hermoso, y a mí me gustaba mucho hacer volar, en el recreo, aviones de papel. En Los Hexágonos me mostraron la grandeza del mundo, hice amigos que lo son de una vida entera y tuve profesores maravillosos, entre los que brillaban con luz propia Mari Carmen Gómez Seoane y su hermana Raquel. Siempre estaré en deuda con todos cuantos pasaron por allí.