Cuento de Navidad

José A. Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL CIUDAD

31 dic 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Nunca me gustaron las gaviotas en la ciudad. Su medio es el mar. En tierra se comportan de forma abusona (en la plaza no permiten que haya ni palomas ni otros pájaros mientras se pavonean y comen todo lo que encuentran), son invasoras y escandalosas. Pero no quiero hablar de zoología avícola, sino de una escena protagonizada por dos gaviotas, que contemplo desde la ventana de la habitación en que trabajo, y que son las únicas que se salvan de mi antipatía, quizá porque las conozco desde hace tiempo.

Resulta que en la parte posterior del piso en el que vivo hubo una huerta (como muchas otras desde la calle del Sol hasta Canido) que estuvo abandonada durante muchos años hasta que un propietario compró la vieja casa y la huerta que le pertenecía. Esta era un espacio con árboles, zarzas, matorrales y todo tipo de pájaros, un paraíso especial para las aves. Un buen día apareció un polluelo de gaviota que aún no sabía volar y era alimentado puntualmente y a diario por su madre (me imagino), porque solo una madre pone tanto empeño y dedicación en sacar adelante a un hijo. Y lo confirmó el valor que le echó en una ocasión en que un gato atacó a la cría, y la gaviota acudió rauda desde el tejado vecino y, a base de graznidos y picotazos, consiguió hacer huir al cazador frustrado. Pasó el tiempo, el polluelo aprendió a volar, la casa se reconstruyó, nuevos dueños, la huerta se adecentó y convirtió en una finca civilizada, con un césped bien cuidado, una piscina en un extremo y una palmera real como el único testigo vegetal de aquel pequeño y caótico bosque que fue antiguamente.

Desde que se hizo la piscina, una pareja de gaviotas venía todos los días a darse un baño sobre las once de la mañana. Una de ellas es aquel polluelo que se hizo mayor en la huerta.

La reconozco porque al andar tiene una leve cojera, consecuencia de las heridas de aquel ataque del gato, al que asistí perplejo desde mi ventana. Aparece siempre acompañada por otra, que quizá sea la madre (me gusta pensar que lo es). Venían a bañarse siempre sobre las once de la mañana, primero una y después la otra, vigilantes, pero ya con la confianza que da la costumbre. Era una manera lúdica de volver a sus orígenes. Después del baño se paseaban por la finca, erguidas, satisfechas, con un aire de superioridad que les servía para espantar a una pareja de urracas y a las palomas que se buscaban la vida entre la hierba. Aplicaban sin miramientos la ley del más fuerte.

Pero este verano la fiesta del baño se acabó para las gaviotas.

Los propietarios, cuando no utilizaban la piscina, la cubrían con una lona de plástico. Yo asistí con mucha atención a la reacción de la pareja de gaviotas cuando se encontraron con que en vez de agua había un plástico azul. Se miraron desconcertadas, recorrieron andando toda la superficie de la lona buscando un hueco, un resquicio por el que acceder al agua.

No daban crédito a lo que estaba pasando. Picotearon la lona con constancia, pero no pudieron agujerearla. Se fueron, pero en los siguientes días no faltaron a la cita de las once. Y acabaron por aceptar los hechos: en invierno la piscina sigue cubierta y, ante la imposibilidad del baño, se dan unos paseos muy altaneros por toda la parcela. Tienen un sentido de la propiedad exagerado, pues mientras ellas están en la finca, allí no se posa ningún otro animal con alas.

Cualquier día acaban expulsando también al bonachón del perro que ni siquiera se atreve a ladrarles.