Se cumplen ahora 150 años del nacimiento de don Pío Baroja. Y a mí me parece que esta es una excelente ocasión —en realidad, todas lo son— para releer a un narrador excepcional. A un escritor cuya obra no solo ha resistido de manera magnífica el paso del tiempo, sino que, de hecho, comienza ahora —precisamente ahora— a presentarse ante nuestros ojos en toda su verdadera dimensión. Cosa que ocurre porque por fin tenemos la perspectiva necesaria para poder contemplar, por entero, su auténtica grandeza y lo excepcional de su escritura, que hacen que, cada día que pasa, sus páginas nos parezcan más modernas. Don Pío —tan bien estudiado, entre otros, por el profesor Ángel Basanta, gallego de nacimiento y uno de los más brillantes críticos literarios españoles— es, en sí mismo, una literatura. Como también lo es, por supuesto, Madrid, ciudad que acaba de rendirle homenaje en la Cuesta de Moyano, entre libros, lectores y libreros, allí donde su recuerdo ha permanecido tan vivo siempre. El acto en memoria de Baroja, al que mucho me hubiese gustado asistir (ese día me era del todo imposible, y bien que lo lamento), congregó, entre otros, al filósofo Fernando Savater —un pensador, siempre comprometido con la libertad, a quien hace muchos, muchísimos años le escuché impartir una conferencia absolutamente magistral en Mondariz—, al articulista, filólogo y editor Ignacio Echevarría —una de las grandes voces de la literatura española, autor de textos esenciales sobre obras como La Regenta de Clarín—, a Andrés Trapiello —a quien también admiro mucho, y del que siempre estoy leyendo o releyendo algo, ahora mismo su formidable Madrid 1945— y, por supuesto, a mi amigo Pío Caro-Baroja y a su hermana Carmen, que mantienen vivo el legado de una familia con la que la cultura española estará en deuda eternamente. Con Pío (Caro-Baroja), que es sobrino-nieto del autor de Zalacaín de aventurero, que además de un erudito y un muy buen fotógrafo es un excelente escritor —autor de ese tesoro que lleva por título El cuaderno de la ausencia—. y que, como creo que ya les conté alguna vez, hizo parte de la mili en Ferrol, estuve hablando hace un rato por teléfono. Se encontraba, en ese momento, en Itzea, en la legendaria casona navarra que ocupa un lugar central en el universo de los Baroja, y acababa de regresar de dar un paseo por el monte. Le conté que el martes, si Dios quiere, iré a Mondoñedo, al Día Grande das San Lucas, que es cuando mindonienses y ferrolanos renuevan sus lazos de amistad alrededor de figuras como la de Cunqueiro. Y estuvimos hablando un rato, de nuevo, de la gran amistad que unía a su tío Julio Caro Baroja, el antropólogo, con el autor de Merlín e familia. Hablaban sobre todo de brujas, creo. Me parece bien. Qué grandes conversaciones han inspirado las brujas, siempre. Especialmente las que vuelan.