Estuve en este agosto unos días en mi pueblo y regreso con sensaciones contradictorias que no logro conciliar adecuadamente. Por un lado, uno lamenta todo lo que se fue, lo que ya no está; y por otro, se siente reconfortado con lo poco que aún queda de aquel espacio urbano de otros tiempos y con los vecinos que conoces y aprecias, a los que te puedes acercar y hablar con la misma confianza de siempre. De esto último —los lugares de antes y las personas de siempre— cada vez queda menos, por las reglas de un urbanismo incontenible y por la ley inexorable del paso del tiempo. Porque mi pueblo, más que crecer mucho —que también—, creció de una forma rara. Por ejemplo, la que antes era su calle principal, donde estaban los mejores comercios y por donde paseábamos los domingos, ahora es la que menos vida tiene. Se produjo casi una deserción total hacia el norte, antigua zona de fincas y prados que ha quedado totalmente urbanizada sin mucho orden y menos concierto. La que fue una calle larga y ancha, la más antigua y de más prestancia, que pasaba por debajo del elegante arco de piedra del histórico pazo del Cotón (por donde habrían paseado ya los juglares medievales Afonso Eanes do Cotón y Pero da Ponte), es hoy una calle casi desierta, con poco vecindario y menos comercio. El pueblo creció hacia el lado contario, inundando fincas y huertas con casas uniformes y calles que uno ya no controla porque no tienen mayor interés y ya no dicen nada: son las mismas que puedo encontrar en cualquier sitio, ajenas totalmente a mi pasado y a mi mundo. Porque lo que yo conocí y disfruté fueron aquellas fincas y robledas, idóneas para jugar después de salir de la escuela.
Y algo parecido pasa con la gente que vive en el pueblo, la que uno se encuentra por la calle. Son las personas que habitan las casas de esas nuevas calles, que han llegado hasta aquí principalmente por cuestiones laborales. Trabajadores de la cooperativa lechera, de los dos grandes hipermercados, funcionarios del Ayuntamiento, del juzgado, de los centros de enseñanza primaria y secundaria, gente que abrió comercios y negocios de todo tipo… Todo un mundo humano, que da vida al pueblo, pero que resulta totalmente desconocido para los de mi edad que vivimos fuera del mismo. Los conocidos, que cada vez quedan menos, se pierden entre la cantidad de caras que no reconocemos, lo que produce la amarga sensación de sentirte forastero en tu propia tierra. Lo cual no deja de ser triste, sobre todo cuando uno, en su infancia y juventud, no solo conocía el nombre de cada vecino, sino también el de sus padres y abuelos. Menos mal que aún quedan algunos amigos con los que puedes entrar en un bar a tomar una cerveza porque, si lo haces solo, aunque el local esté abarrotado, corres el riesgo de no conocer a nadie y tener que dar media vuelta e irte: no es cuestión de que uno tenga que tomar una caña solo y sin compañía en su propio pueblo…
Lo que sí volví a vivir con la nitidez de antes fue la convicción de que, después del 15 de agosto, el verano empieza a despedirse. Era la fecha en que volvían del veraneo en la playa algunas chicas de mi edad, de familias acomodadas del pueblo. Venían todas morenas y relucientes. «Se acabó el verano», decían apenadas porque se les iba el bronceado. Los chavales les decíamos que podían venir con nosotros a bañarse en el río, pero lo desdeñaban diciendo que no era igual, que lo del río era un moreno feo y aldeano, no había más que mirar para nosotros… En este plan, ni ganas quedaban de ir al río y el verano optaba ya por ir marchando.