Carmen, tan hermoso nombre

Ramón Loureiro Calvo
Ramón Loureiro CAFÉ SOLO

FERROL CIUDAD

JOSE PARDO

18 jul 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Hay a quien le parece ridículo sentir afecto por objetos que, además de carecer de todo valor material, solo significan algo para quienes los poseyeron. Pero qué no daría yo por volver a tener a mi lado algunos de los juguetes que, hace más de cincuenta años —un helicóptero verde al que se le abrían las puertas de la bodega de carga, un coche de hojalata que funcionaba con pilas, un mádelman con trineo, un barco con tres chimeneas...—, me trajeron los Reyes Magos de Oriente. También echo mucho de menos algunas fotos que he perdido, esas ya de finales de los años setenta y de comienzos de los ochenta: por ejemplo, la de un cross disputado en Magalofes, en el marco de los Xogos da Mocidade, cuando nosotros debíamos de estar en Sexto o en Séptimo de EGB; o la que nos hicimos, un montón de amigos muy queridos, sobre la hierba —debíamos de cursar entonces Segundo de BUP— del estadio Manuel Rivera, tras un Campeonato Provincial de Atletismo en el que en Ferrol se disputó, al menos, la prueba de los 1.500 metros; o la de una carrera popular que, un par de años más tarde, se organizó en Neda —tal vez en las fiestas de Os Pazos—, y en la que mi amigo Ramón Rodríguez (al que entonces llamábamos Mazola) y yo corrimos con otro amigo nuestro, unos años mayor, que entonces hacía la mili en Ferrol: Diego García, El Cho, que años más tarde llegaría a ser atleta olímpico, además de subcampeón de Europa de maratón. Hoy, más que nunca, regresa a mi memoria eso que tanto le gustaba repetir al recientemente fallecido Basilio Losada: que las patrias, conforme el tiempo pasa, se van haciendo más pequeñas, pero infinitamente más hondas. Lo que de verdad nos sostiene, frente a la huida del tiempo, es lo esencial, que no tiene mucho que ver ni con las grandes frases, hechas de humo, ni con el pringoso rastro de la vanidad. Lo realmente importante se asienta, en lo fundamental, sobre las voces del pasado; y está, sobre todo, en el recuerdo de la voz de nuestra propia madre. La mía, por cierto —mi madre—, se llamaba Carmen, como también mi abuela y mi bisabuela. Un nombre, todo sea dicho de paso (¡Carmen...!), que significa, al mismo tiempo, cántico y campo de flores.