El caballo de la pared, la luz de Ferrol y el disfraz de cascarrabias

Ramón Loureiro Calvo
Ramón Loureiro CAFÉ SOLO

FERROL CIUDAD

08 may 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Cuenta Francisco Umbral, en su prólogo al Diario íntimo de César González-Ruano, que el célebre articulista, dueño de una de las más brillantes prosas del pasado siglo —y de una biografía absolutamente llena de sombras, todo sea dicho de paso, aunque quién es uno para juzgar a nadie—, llegaba al Gijón a eso de las nueve de la mañana, compraba cigarrillos egipcios «a juego con las uñas lacadas», y tras pedir, además de papel, un café muy cargado servido en «vaso largo», se ponía a escribir. Cosa que a veces hacía con la pluma y la tinta que allí mismo le facilitaban, aunque por lo general —es de suponer que en la mayoría de las ocasiones— debía de utilizar su propia estilográfica. De Ruano, que según cuentan se atribuía a sí mismo un título nobiliario que tenía más de ficción que de otra cosa, a mí, particularmente, me gustan, sobre todo, esos diarios de los que Umbral prologa la edición publicada por Visor en el 2004. En cambio, sus memorias, que tituló Mi medio siglo se confiesa a medias, y en las que siempre percibo algo que me desasosiega y que no sabría definir muy bien, ya me gustan menos, a pesar de que en ellas su prosa también brilla a una altura extraordinaria. No es raro, o eso me parece a mí, que los diarios sean lo más valioso de ciertos escritores, por más que ellos mismos puedan creer lo contrario. Las mejores páginas no suelen ser siempre la más reelaboradas, y lo cierto es que en todo dietario suele haber una ausencia de afectación —una frescura y una transparencia como de agua de manantial que corre entre la hierba— que acerca al autor a la esencia de la vida, alejándolo de esa terrible forma de impostura que es convertirse en un personaje más de un mismo y, por lo tanto, en una máscara. Me gusta mucho, por ejemplo, cuando Ruano (escritor, y lo digo de nuevo, que si es cierto todo lo que de él se cuenta no debió de ser el mejor de los seres humanos, pero que al otro lado del río sin duda habrá tenido que rendir ya cuentas de sus actos) anota que acaba de recibir una carta de Wenceslao Fernández Flórez: una misiva en la que el novelista gallego (el autor de El bosque animado, a quien yo admiro bastante más que al autor del Diario íntimo) le dice que ha cogido la gripe y que, por estar esa gripe tan fuera de tiempo, le da la impresión de que lleva «un traje ya usado y abandonado por otros». Se conoce que debía de haber llegado la primavera. Pero permítanme un inciso: yo creo que a un creador, sobre todo si habitó un tiempo que no es el nuestro, hay que valorarlo, como tal, por su obra. Sabiendo dejar al margen —hasta donde se pueda, claro— lo que fue, en lo personal, su vida. Porque lo biográfico pertenece a un ámbito distinto. Releo a Ruano con frecuencia, y sin embargo me parece que no me habría gustado conocerlo. Sí me habría gustado conocer, en cambio, a Josep Pla, autor de los que quizás sean los más bellos dietarios del siglo XX. Porque Pla no solo era un formidable escritor (infinitamente mejor que Ruano, al menos para mi gusto), sino además un gran hombre, que se disfrazaba de cascarrabias, como tanta gente buena. Como Benet, sin ir más lejos. Desde este café de mesas de mármol, junto al caballo pintado en la pared —donde, bajo la ferrolana luz del barrio de A Magdalena, les escribo a ustedes—, hoy pienso de nuevo en ellos.