Las bolsitas

José Varela FAÍSCAS

FERROL CIUDAD

08 may 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Cerca de la gaza que sirve de asidero a la traílla es el lugar más habitual para atar la talega plástica destinada a las caninas de los ahora llamados mascotas y antes (qué zotes: la única mascota que conocíamos era la cabra de la Legión) solo perros. Más de un propietario de chucho lleva la bolsita por pura exhibición, como los coloridos lazos en la cola de una cometa, si bien sé que cada vez más amos las usan cabalmente. En mis recorridos mañaneros de andaina vernácula soy testigo de ello, aunque también queda un nutrido club de refractarios/as al cartucho que se afanan con ahínco cada día en fertilizar ribazos, aceras y calles, tal vez para revitalizar la descripción de Jorgito el Inglés sobre las rúas ferrolanas del XIX. Pero el subgrupo social que me resulta más inquietante de entre quienes han cooptado un can como uno más de la familia es el de aquellos que, efectivamente, portan la bolsita de polipropileno, introducen su mano en ella como en un guante para recoger la cagada tibia de su can cuando este tiene a bien acuclillarse para depositarla, y, finalmente, la anudan —la bolsa, no los zurullos; esto es, la atan con los cagallones dentro—. Y digo finalmente porque ahí remata la acción: la abandonan —ahora sí: bolsa y excremento— en el mismo lugar. Así, lo que la intemperie despacharía en días, se prolonga indefinidamente porque ya se sabe que el plástico dura un huevo. De esta guisa, vamos alfombrando como en el Corpus paseos y senderos —el Camiño Inglés en Caranza es un muestrario— de mierda deliciosamente empaquetada y protegida de la lluvia y de las insaciables moscas. Es la expresión artística de la higiénica guarrería de los/las finos/as.