Resplandor de Ferrol bajo las estrellas

Ramón Loureiro Calvo
Ramón Loureiro CAFÉ SOLO

FERROL CIUDAD

28 nov 2021 . Actualizado a las 11:30 h.

Estoy deseando escribirles a los Reyes Magos de nuevo. Y el primer paso, como cada año, será encontrar un papel de carta y un sobre dignos de Sus Majestades de Oriente. A Don Melchor, a Don Gaspar y a Don Baltasar, con los que estaré en deuda siempre —jamás olvidaré que ellos fueron quienes nos abrieron, a los niños de mi generación, a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, las puertas del mundo de los mitos, de la misma manera que nuestra admiración por Mariano Haro nos ayudó a entender qué es realmente una leyenda—, hace años que no les pido nada. Siempre he oído decir que, sobre todo a partir de una cierta edad, uno no debe pedir nada jamás para sí mismo. Pero me gusta recordarles que los quiero mucho. El hecho de haber nacido cerca de Ferrol, al otro lado de la ría —en un lugar desde el que las luces de la ciudad siempre se veían en el horizonte, a través de la noche, como un milagro en el que se reflejaban las estrellas del cielo—, me permitió conocer muy pronto, y en persona, a Sus Majestades de Oriente. En Escandoi, y justo es reconocerlo, los Reyes Magos no se veían más que a lo lejos. Estaban representados por unas preciosas imágenes de barro policromado en la iglesia de Sillobre, pero los regalos de los niños los traían cuando estábamos durmiendo, y a ellos solo en alguna ocasión se les avistó en la distancia. Bajando en sus dromedarios por el camino de O Baladoiro, por ejemplo. Sin embargo, en Ferrol era otra cosa. Y se les podía ver muchísimo más de cerca. Creo recordar que la primera vez que yo vi a Don Melchor, Don Gaspar y Don Baltasar fue en la antesala del maravilloso Nacimiento de la Orden Tercera de San Francisco, del Belén de Alfredo Martín. Estaban sentados bajo un dosel de mil colores, recogiendo en mano, con una paciencia infinita, las cartas que los niños les habíamos escrito. Yo les entregué la mía sin acercarme demasiado. Y a pesar de la insistencia de mi madre —aquellas fueron, por desgracia, unas de sus últimas Navidades—, no me atreví a comentarles que, aunque había olvidado anotarlo, también quería un mádelman. Pero no hacía falta, puesto que ellos, haciendo uso del don de la telepatía, ya tomaran buena nota de esa petición a pesar de mi silencio, y el mádelman apareció el Día de Reyes en mi casa con los demás juguetes y con un par de libros de cuentos. El caso es que aquellas mismas Navidades, y también en Ferrol, volví a ver a los Tres Reyes, de nuevo. Para ser exactos, en la calle Real. Atravesaban la ciudad en lo alto de unas magníficas carrozas desde las que saludaban a los niños, muy sonrientes, con la alegría de quien sabe que lo mejor de los regalos no es recibirlos, sino hacerlos. Ferrol resplandecía. Bajo la luz del misterio, entonces era una magia el mundo entero.