La eternidad de don Álvaro, los afectos de Ferrol y una ofrenda

Ramón Loureiro Calvo
Ramón Loureiro CAFÉ SOLO

FERROL CIUDAD

12 sep 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Los grandes libros florecen todos los días. Y eso, como es bien sabido, obedece, entre otras milagrosas cualidades, a su capacidad para hacernos preguntas que a menudo sus autores no habían llegado ni a imaginar, siquiera. Pero sobre todo es el fruto de cada nueva lectura. Porque todo verdadero lector es también, en gran medida, coautor de las obras que lee. Y porque, gracias a él -al lector que lee creativamente-, los libros llamados a convertirse en clásicos reviven una y mil veces frente a las adversidades, los olvidos, los desprecios y los ninguneos de cada época. Cunqueiro, cuya oceánica escritura es en realidad un libro único, una literatura inmensa, es, por naturaleza, un verdadero clásico: un autor ajeno a las modas, fácilmente reconocible por la forma pero absolutamente inimitable en el fondo, cuya poesía (todo en él es poesía, tanto en prosa como en verso) ya ha salido victoriosa del combate con el paso del tiempo. A Cunqueiro se le leerá mucho o poco, pero se le leerá eternamente. Y su literatura, en la que siempre está amaneciendo, seguirá inspirando libros tan hermosos como el que yo tengo junto a mí mientras les escribo: un volumen del color del melocotón que lleva por título Mi Cunqueiro y del que es autor José Ramón Soto, marino -ahora ya en la reserva- que nació en una de las puertas de la Terra Chá, donde antaño estuvo el viejo condado de Parga y hoy está el municipio, también tan literario, de Guitiriz. Un país, por cierto, el de Guitiriz, del que yo, aun teniendo tantas y tan profundas raíces en él -concretamente, y si me permiten el comentario, por la rama paterna, que en parte procedía a su vez de Forcarei, municipio pontevedrés del que en el siglo XVIII vino lousar a la Paderna, en Santa María de Labrada, un Loureiro que decidió quedarse en la Chaira hasta el fin de sus días, construyendo allí su casa y formando una familia-, ignoraba que es uno de esos lugares de tierra adentro desde los que, durante algunas noches mágicas, gracias a algún maravilloso prodigio o a la generosidad del cielo, también puede contemplarse la luz de la Torre de Hércules. El caso, y a eso iba, es que Mi Cunqueiro, de José Ramón Soto, es un verdadero canto a la belleza. Como lo es también el prólogo, escrito por otro gran cunqueiriano, Fernando, hijo de José Ramón. Todo el libro ha sido concebido por su autor como una invitación a la lectura de la magna obra del escritor mindoniense. Una «muestra de gratitud», explica Soto, por «tantas horas de felicidad» como le depararon las páginas del escritor de Mondoñedo. De la devoción de Soto por Cunqueiro tuve noticia por vez primera (acabo de recordarlo ahora mismo) en el siglo pasado, cuando me habló de ella un gran amigo común, Antonio García Recovet, extraordinario ser humano -y oficial de Intendencia de la Armada- que ahora vive al otro lado del río, y a quien echo siempre de menos. Su marcha dejó un vacío inmenso, pero sé que volveremos a vernos. Hoy, en la ciudad de Cunqueiro, se presentará la ofrenda a la patrona de la Diócesis de Mondoñedo-Ferrol, la Virxe dos Remedios. Y ayer, cerca del mar al que don Álvaro le quería tanto (en el Ferrol, soñador y racionalista al mismo tiempo, de amigos de Cunqueiro como Gonzalo Torrente Ballester, José María López Ramón, Mario Couceiro, Xohana Torres y Carlos Vidal), renovaron sus lazos de amistad las dos capitales diocesanas, que además rindieron tributo a las rondallas. Menos mal que nos quedan los libros, la música... y la amistad. Y que en este Norte del Norte también en septiembre puede ser primavera.