Banalidades

José A. Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL CIUDAD

11 abr 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Hay algo en la amistad que nos permite pasar por alto en los amigos defectos que en otras personas nos cuesta mucho disculpar. Pasa especialmente con los amigos de toda la vida, esos con los que has pasado muchas horas en tu infancia y adolescencia. Se les perdonan fallos evidentes quizá porque los compensan con virtudes notables o porque el cariño modulado por los años está ya por encima de virtudes y defectos. Hoy, leyendo a Faulkner, y por esos vericuetos raros de la memoria, me acordé de un amigo que ni sabe quién es Faulkner ni falta que le hace, pues vive una jubilación plácida, contándole, a los que quieran escucharle, los muchos amigos que tiene y lo muy importantes que son todos. Lo cual es una verdad a medias, aparte de ser una pedantería que no viene a cuento, pero a él le sirve para sentirse también importante en el momento en que lo cuenta. Nosotros, que conocemos de sobra el relato y que, por lo tanto, nos debiera ser ya indiferente, siempre acabamos afeándole su idolatría por los que destacan sobre los demás. Porque si sale en la conversación algo referido a los tribunales de Justicia, él es amigo del fiscal jefe de todos los jefes de la Audiencia provincial; si sale algo del ejército, él cuando va a Santiago, toma café con el general tal y cual; lo mismo si se habla del clero: la mitad de los canónigos de la catedral son amigos suyos…Un día, extrañado de que uno le dijese que ya estaba bien de alardear de amigos importantes, nos dijo que lo suyo no era tan raro, que él daba por sentado que cada uno de nosotros, en su ámbito, tendría amistades de destacados profesionales. «Tú, por ejemplo, eres amigo del presidente de la Diputación provincial», le dijo a uno. Y este, con mucha sorna, le contestó: «Sí, el único que dejaste para los demás después de llevarte a todos los buenos».

Alguien aprovechó el desconcierto que esta ironía causó en el admirador de celebridades y le dijo lo que todos a esta edad sabemos o deberíamos saber: que la importancia de la persona radica en sus obras, en su conducta y en su ética; que nunca se medirá por el escalafón de fama o prestigio profesional que hayan alcanzado sus amigos; y que lo de ser «importante» es un concepto muy relativo, que hay que valorar con criterios más espirituales que materiales. Y yo le hablé de Faulkner. A modo de parábola evangélica, le conté que este escritor americano, Premio Nobel de literatura y por lo tanto un hombre muy «importante», era un tipo muy sencillo, que vivió muy tranquilamente en su rancho del sur de Estados Unidos, entre caballos y libros, escribiendo unas magníficas novelas, sin necesidad de alardes sociales ni de amistades famosas. Un tipo especial, muy suyo, pero muy auténtico. Eran los tiempos del Presidente John Kennedy, que tenía por costumbre organizar en la Casa Blanca, de vez en cuando, cenas de gala con gente famosa, especialmente con celebridades del mundo de la cultura. Arthur Miller, Frank Sinatra, Saúl Bellow, Norman Mailer…, gente así. William Faulkner, por el prestigio de su premio Nobel, también fue invitado por el Presidente a una de esas cenas. Y el escritor, todo un carácter y consecuente con su forma de vivir, orgulloso y cortés como buen sureño, le contestó sin perder tiempo: «Señor Presidente: yo no soy más que un granjero y no tengo ropa apropiada para ese evento. Ahora bien, si usted tiene algún interés en cenar conmigo, yo con mucho gusto lo invito a mi casa de Rowan Oak, en Oxford, Mississipi». ¿Entendería algo este amigo?