A todos, o a casi todos, nos gusta decir, de vez en cuando, que venimos de un tiempo que ya no existe. Pero lo cierto es que el mundo siempre es el mismo, y que somos nosotros quienes con el paso de los años nos vamos convirtiendo -especialmente ante los espejos, pero también por la parte del corazón- en unos auténticos desconocidos. Deberíamos admitir, sin excusa alguna, que nunca hemos sabido estar a la altura de aquellos niños que fuimos en el pasado. Uno cree haber ido creciendo mientras dejaba atrás su infancia, pero en realidad (y aunque parezca lo contrario) estaba desvaneciéndose poco a poco, a cada rato. Casi todos adolecemos de una cierta incapacidad para contemplar con la perspectiva necesaria nuestra propia vida. En el Ferrol de los años ochenta del pasado siglo, a medio camino entre la plaza de España y el barrio de Canido, había, donde hice la mili, un sargento del que me acuerdo a menudo. Una tarde de julio, en la que estábamos de guardia, nos dijo: «A vós parécevos, porque botades este sábado aquí metidos, que estades no frente, pasando traballos. Pero non é así. Quitando unha desgraza, vívenvos os vosos pais, vívenvos todos os vosos irmáns, e se cadra ata os avós vos viven. Toda a vosa familia. Como vos viven, tamén, todos os vosos amigos. E nunca pasastes falta de nada. Estades -decía él- no mellor da vosa vida. Pero iso non o podedes saber aínda, claro. Ha de ser cando cheguedes aos meus anos cando vos acordedes do que eu vos dicía». Hoy le pregunté a mi amigo Couce Fraguela cuántos años tendría entonces aquel señor, a quien él conoció bien, y me dijo que, poco más o menos, los mismos que yo tengo hoy. Ya me lo parecía.