Entonces el Holandés Errante se transformó en sinónimo de malos augurios, desastre y muerte. Decían que verlo atraía el infortunio. Que los barcos encallaban en bajíos inexistentes, o quedaban varados por calmas chichas en pleno océano, condenando a la tripulación al hambre y la sed. A las anteriores calamidades se les agregó la extraña capacidad que el buque fantasma tenía de anunciar su llegada, agriando el vino y pudriendo el agua y las legumbres de las bodegas; alterando a su antojo su apariencia (para engañar a las víctimas) y, en ocasiones, acercarse al costado de los barcos entregando cartas a los marineros. Claro que, si alguien las leía, el navío jamás regresaba a puerto.
La revista inglesa y más tarde Jal fueron meros recopiladores de una tradición oral que se supone tiene como base una historia real, aunque deformada por la imaginación y el tiempo. Efectivamente, existió un barco bautizado Holandés Errante. Su capitán se llamaba Bernard Fokke. Había nacido en La Haya y era reconocido por todos como un gran marino, capaz de realizar viajes a enorme velocidad y dotar a su nave con tecnología inventada por él mismo. A raíz de esto, las habladurías sostuvieron que Fokke tenía un pacto con el diablo. Por eso, cuando en una fecha no determinada del siglo XVIII, el Holandés Errante desapareció, no faltaron los que dedujeron que Satanás le había reclamado «su parte del contrato». Muchos suponen que esta historia, difundida de boca en boca a lo largo de casi un siglo, es la que inspiró la leyenda que todavía sigue circulando.