Una de callos

JOSÉ VARELA FAÍSCAS

FERROL CIUDAD

17 mar 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Entre los platos enaltecidos por los chefs José Andrés y los hermanos Adriá para su carta en el Mercado Little Spain que acaban de abrir en Nueva York figura ese ochomil de la casquería vacuna que son los callos. Cuando la convergencia cósmica de ingredientes con linajes tan dispares y orígenes tan distantes obra el prodigio, el resultado solo es comparable a una sinfonía de Bruckner bajo la batuta de Horenstein: su enjambre instrumental y densidad orquestal, aun cuando los empastes cromáticos no dejen fisuras, permiten a un oído diestro identificar los sonidos y su paternidad. La autora de La elegancia del erizo, Muriel Barbery, lo es también de una novela breve, Rapsodia Gourmet (Seix Barral), una pieza deliciosa, una joya en una cajita de música lacada y con taraceas, almíbar para los golosos. En ella nos desvela que es la palabra la que inmortaliza la memoria sápida, el recuerdo de los platos de nuestra infancia -por si la concatenación de subordinadas de Proust no alcanzase-. De ahí la pertinencia de la pregunta que el antipático protagonista de la novelita formula a su hijo pequeño cuando este comparte que le ha gustado lo que acaba de comer: «¿Por qué?» No basta un «está rico». Hay que explorar en las consistencias, los aromas, las densidades, las notas de sabor, la masticación, los carrillos, las papilas... (sin llegar a la Fisiología del paladar de Brillat-Savarin, un tanto anticuado ya). En los callos, un hito del mestizaje culinario, se compendian siglos de cocina; son, más que una enciclopedia del gusto, una biblioteca gastronómica en sí mismos. Ya ni les cuento si quien gobierna la marmita es Manolo Villar, de A Ramalleira, en Pantín.