Tradición y sentimiento

josé antonio ponte far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL CIUDAD

04 nov 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

De unos años para aquí, el 1 de noviembre, víspera del día de Difuntos, me parece que es el momento en que los vivos y los muertos estamos más cerca. Como si confluyéramos unos y otros en los cementerios de nuestros pueblos, convocados por algo más que la tradición y la costumbre. Acudimos allí para, de alguna manera, testimoniarle a los que ya no están que su recuerdo pervive entre nosotros, y que las flores que les llevamos no son más que una cariñosa prueba de ello. En los pueblos pequeños, como el mío, es un día especial, pues en el cementerio encuentra uno a vecinos y amigos con los que cambiar saludos y con los que compartir la alegría de seguir vivos. Porque también se trata de eso: de reafirmarnos en que la vida vale la pena, en que no hay que desaprovechar los años que nos toque vivir, sin olvidarnos de que la muerte es el final natural de todo ser vivo y de que tendremos que cumplir el turno entero de servicio. Y puede que así descubramos quiénes somos realmente.

También este año me he acercado hasta el cementerio donde descansan los míos. Trato de decirles mentalmente algo a cada uno de ellos: a mis abuelos, a mi madre, a mi padre, a tías y primos, todos ellos cercanos y queridos. Son ya muchos, pero es curioso cómo el afecto mantiene vivo el recuerdo individual de cada uno. Recuerdo y afecto me llevaron, también, hasta el panteón, muy cerca del de mi familia, donde reposa Pepe Ardeiro, uno de esos dos o tres mejores amigos que tuve la suerte de encontrar en la vida. De él tengo hablado más de una vez en estos artículos porque, si grande y entrañable fue nuestra amistad en vida (amigos desde la escuela en el pueblo), sorprendente y cercana fue para mí su muerte. Murió en Ferrol, adonde había venido invitado por mí para que conociese a Antonio Gamoneda, el gran poeta leonés por el que Pepe Ardeiro sentía una devoción especial. Él también era poeta, había publicado varios libros y era una voz reconocida en la poesía gallega. Su nombre y su obra figuran en los manuales de nuestra literatura. Admiraba del viejo Gamoneda la integridad ética de su pensamiento y la austeridad severa de sus poemas. Murió al día siguiente de conocerlo, de hablar largo y tendido con él. Un infarto traidor lo arrebató en pocas horas. Yo lo acompañé al hospital y estuve a su lado hasta el final, casi sin poder creérmelo.

Recuerdo todo esto delante de su tumba y siento otra vez una gran tristeza. Ahora no es por lo que ya pasó, sino por lo no pasó para él. Porque no pudo disfrutar de la nieta, de verla crecer como la niña alegre y lista que es hoy. Ni de sus hijos: comprobar cómo se han ido abriendo camino en la vida y son hombres de provecho. Porque no pudo escribir esos poemas que su rica sensibilidad le dictaría, y que hablarían de amor y desamor, de su tierra y de su gente. Porque ya no pudo leer a Lorca, a Neruda, a Celso Emilio Ferreiro, a Manuel María, por citar algunos de los muchos poetas que admiraba. Y ya no pudo disfrutar de aquellas entrañables reuniones con los amigos, que nosotros también hemos echado tanto de menos porque nos faltaba la simpatía y animación que él aportaba al grupo. De todo esto viene la tristeza que siento al pie de su tumba, cuya lápida reproduce unos versos suyos que hablan de la muerte y que tratan de dar ánimos a los vivos. Los leo con sentimiento, como si fuese un rezo hecho sin fe, pero con devoción y añoranza del amigo.