La luz extinguida

José Antonio Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL CIUDAD

16 jul 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

El río no cambia, lo que cambia es el paisaje que lo rodea». Esta afirmación del poeta latino Virgilio se me hizo a mí realidad una noche reciente, cuando intenté volver a ver la luz lejana que siempre vi desde la ventana de mi habitación, en la casa familiar. Era la luz exterior de una casa rural, unos cuatro kilómetros en línea recta, que cada noche, desde mi remota infancia, yo veía alumbrar en la lejanía, perdida en el monte que la rodeaba. Hace unos diez años escribí un artículo sobre esa luz que aún seguía viendo desde la ventana de esa habitación. No había cambiado nada, salvo que en ese período de tiempo la bombilla ganó en vatios, pues se veía con más nitidez que cuando yo era niño.

Pero esta semana quise repetir la experiencia y observé con total atención la negrura que se abre hacia el Sur, pasando por encima de la cadencia sonora del río, pero no logré ver nada: los árboles del monte que circunda aquella casa lejana y anónima han crecido, y la luz ha quedado engullida por la oscuridad del bosque. Eso, si la casa se mantiene en pie y con gente que la habite, que en nuestras aldeas nunca se sabe.

Me quedé frustrado por la desaparición de esa luz que vi cientos de noches desde mi ventana. Noches de invierno de los de antes, de viento y lluvia, de ruidos y temores, de oscuridades y de incertidumbres. En medio de tanta oscuridad amenazadora, siempre estaba, en lo alto de aquel monte lejano, la luz desdibujada, pero constante, de aquella bombilla intrépida desafiando miedos y tinieblas. Lograba sobrevivir a las sombras y no se amilanaba ante los peligros de lo invisible. Para mí era un ejemplo de valentía, casi de heroísmo, que me hacía pensar en que los peligros que pueda ofrecer el mundo y la vida habría que afrontarlos con decisión y sin temores, como esa luz débil y humilde se enfrenta con osadía a las tinieblas de la noche. Desde la seguridad que sentía en mi habitación, escuchando los ruidos propios de la casa, con tres generaciones de voces que la llenaban de vida, yo me entretenía ponderando mi valor por si tuviese que atravesar esa oscuridad infinita que había entre aquella luz y mi casa.

Y en las noches de verano, su presencia también se hacía notar poniendo paz y concierto en un cielo cuajado de estrellas. En esas noches yo estaba muy atento a la dirección que traía el viento, porque, según mi abuelo, cuando viene «de Ferreiros (la aldea de esa casa con su luz) pronto llega la lluvia, pues eso es el Sur».

A falta de otras previsiones meteorológicas, esto era un aliciente más para estar pendiente, también en verano, de esa bombilla lejana y mítica.

Lo cierto es que en esta ocasión ya no pude divisar en el horizonte la luz que acompañó mi infancia y adolescencia. Y ya puestos a buscar, no encontré ni rastro de aquel niño, después adolescente, que tantas veces estuvo absorto observando la noche desde esta ventana.

Ahora, ahí estaba un hombre con la mayor parte de su vida ya vivida, con una mochila llena de experiencias a su espalda, que reflexiona sobre el paso del tiempo, y que me asegura que hay que mantener la fe y la esperanza para seguir viviendo. Que el cuerpo, por ley natural, envejece y los años lo erosionan, pero que hay que conservar la curiosidad por aprender algo más de lo mucho que desconocemos, y las ganas de disfrutar los buenos momentos que la vida nos ofrezca.