Estoicismo natural

José A. Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL CIUDAD

17 jul 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

No es la primera vez que escribo sobre ella en esta sección. Lo hice en varias ocasiones: hace años, cuando aún era una perra joven, incansable y dicharachera; y no hace mucho, a propósito de una artrosis que la ha sumido en la vejez y la acerca al final de la vida. Maya es una labradora bondadosa y lista, de hermosa presencia y con la ingenuidad de un niño en su mirada. Su bella figura y su alegría dieron vida durante trece años a la casa y a la huerta familiar, que ella logró llenar de jolgorio y compañía. Supo ser hospitalaria con Xinzo y con Lola, dos perros recogidos de la calle por mi hijo; y con Uva, una gatita que apareció un día encima de la parra y que ya nunca quiso marcharse.

Ella, una cachorra criada a cuerpo de rey, nunca echó mano de su pedigree para reivindicar un estatus superior al de sus compañeros. Al revés, aunque era más alocada e irresponsable que los otros dos, que ya habían experimentado la dureza de la vida, se avino a dejarse llevar por el sentido común y buen criterio de Xinzo, un podenco al que algún cazador desalmado había abandonado en el monte. Él le enseñó lo que no habíamos logrado los de la casa, como que no se pisoteaban las petunias recién plantadas en el jardín, ni se hacían impunemente agujeros en la huerta, y que se acudía con rapidez cuando cualquiera de nosotros los llamaba?

Una de estas mañanas esplendorosas de julio estuve en la casa tratando de mantener a raya la hierba de la huerta y la maleza de la muralla. Un trabajo en el que antes siempre estaba acompañado por el interés nervioso de Maya, contenta y feliz de ver movimiento a su alrededor. Mientras los otros dos perros y la gata desaparecían del escenario, ella seguía con interés cada paso que yo daba, acompañándome en la ida y vuelta de la máquina cortacésped.

Cuando yo hacía un descanso, ella no se separaba de la herramienta que en ese momento estaba usando. Como el descanso se alargase, ladraba mirándome con disimulo, como tratando de no ser impertinente, quizá dudando de mi afición por la faena laboral?

Pero esta mañana reciente, la perra solo pudo acompañarme con la mirada. Acostada a la sombra de la parra, ladeando un poco la cabeza, me miraba con resignación, con una pena diluida en sus ojos, que sin embargo, mantenían una entereza lúcida y consciente. Yo diría que hasta filosófica, pues en esa mirada se podía ver reflejada la aceptación elegante de un final muy próximo.

No sé cómo, pero la perra sabe que eso está muy cerca, y que la vejez y la artrosis que la tienen casi inmovilizada acabarán, más pronto que tarde, convirtiendo su cuerpo en abono orgánico para los manzanos. Tuve que acercarme a ella, acariciarla, hablarle de otros tiempos mejores, de cuando corría detrás de los pájaros, de cuando todos los niños de la familia se peleaban por jugar con ella.

Pero me dio la impresión de que ya todo le importa muy poco. Ha comenzado a orientar su alma (o lo que sea) hacia el fondo de sí misma, en un repliegue meditativo que tiene que ver con el mejor y más profundo estoicismo.

En su mirada inocente se refleja la aceptación serena del final de la vida, en una actitud tan digna como la que habrá tenido Séneca antes de tomar la cicuta. En los monasterios budistas se enseña a los monjes a aceptar con elegancia el momento de la muerte. Esa lección ya la ha aprendido esta perra entrañable.