El mundo en palabras

José A. Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL CIUDAD

15 nov 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Los tomos de nuestra enciclopedia, que lleva años en casa, se van desterrados al desván porque los demás libros se amontonan, y amotinan, en las estanterías. En contra de las enciclopedias juegan el espacio físico que abarcan, la difícil manejabilidad y su complicada movilidad. Por eso no es nada extraño que sean ellas el primer producto editorial que sufre los embates digitales. Para los de mi generación puede ser un hecho lamentable que desaparezcan las enciclopedias de papel, pero es algo lógico y comprensible. Yo confieso haber sentido pena cuando hace tres años se supo que dejaba de publicarse la Enciclopedia Británica, que venía a representar el afán de abarcar y aprehender el conocimiento universal, ese noble empeño que naciera con la Ilustración francesa. En el año 2012 se cerraban, pues, 244 de historia de una empresa que había nacido en Edimburgo, en 1768. Todo el conocimiento del mundo podía guardarse en sus 32 tomos centrales, más una docena de apéndices. Y dos rasgos importantísimos eran su mejor distintivo: el rigor de cada tema, a cargo de grandes especialistas (Freud, Einstein, Marie Curie), y el estilo cuidado y fluido de su redacción, que encandiló a Borges.

Mientras voy metiendo los tomos de la nuestra, modesta y casera, en unas cajas de cartón, me acuerdo de un compañero de colegio para el cual no había mejor lectura que las páginas de la enciclopedia Espasa, que podíamos consultar en la biblioteca del centro. Se pasaba los recreos sentado en una mesa, leyendo por orden alfabético todo lo que se iba presentando detrás de cada palabra. Era un chico muy culto para la edad que teníamos, y, además, mucho más reflexivo que todos nosotros. Decía que aquella enciclopedia era, en sí misma, un lugar de reflexión, y que su lectura era un baño de humildad: ahí uno descubre lo poco que sabe, lo mucho que le queda por saber. Ya se veía que iba para profesor de Filosofía.

A mí, en cambio, me gustaban más los diccionarios. Era todo más rápido, más variado. Me llamaba la atención la manera cómo atrapan en sus páginas, y de forma perfectamente ordenadas, a miles de palabras, muchas de ellas difíciles de domesticar, que se escapan de nuestro vocabulario normal. Allí están todas, colgadas en el sitio que les corresponde: las sencillas, las complicadas, las buenas, las malas, las importadas, las conocidas, las que desconocemos? Y todas les dan sentido a las cosas, yo creo que hasta producen el milagro de hacerlas posibles porque nos permiten nombrarlas. Mi diccionario favorito fue durante muchos años el de María Moliner, un diccionario de uso, es decir, que no sólo dice lo que significan las palabras, sino que indica también cómo se usan, e incluye otras con las que pueden reemplazarse. Y que ganó en respeto, casi veneración, cuando me enteré que era la obra de una mujer sola, que empezó a escribirlo en 1951 y que, presionada por la editorial, lo dio por terminado en 1967. Las fichas que escribía en una vieja máquina portátil iban a parar a cajas de zapatos organizadas en una pequeña sala de su vivienda: «En mi casa vivíamos mis padres, mis tres hermanos, yo, y el diccionario que siempre hacía mamá». En 1972 pudo haber sido la primera mujer en entrar en la RAE, pero próceres varones no lo creyeron así?