Pelmas (II)

José A. Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL CIUDAD

16 ago 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Hace más de diez años escribí un artículo que se titulaba ya así, y que, como su propio nombre indica, trataba de esas personas que, cuando nos las encontramos por la calle o en cualquier desafortunado lugar, no encontramos la manera de desprendernos educadamente de ellas. Y aquí entran por igual, en un magnífico ejemplo de igualdad de sexos, ellas y ellos, («las vascas y los vascos», como diría el lendakari de turno). Pues bien, hoy vuelvo al tema porque estoy convencido de que en este tiempo la especie ha crecido exageradamente. Los que ya antes eran pesados, ahora han perfeccionado su estilo y es más difícil desembarazarse de ellos. Lo malo es que han creado escuela, y no es raro encontrarnos con chicos (y chicas) jóvenes con quienes no hay manera de meter baza en una conversación ocasional. El número aumenta sin remedio. Es evidente que aquel artículo mío no valió para nada, como con toda seguridad, tampoco este. Y es que no es fácil contener a semejantes torrentes narrativos: les cambias de conversación y es peor, parece que el nuevo tema le interesa aún más que el anterior, que es mucho decir. Con lo cual se produce el hecho ridículo de encontrarse uno atendiendo a algo que le interesa poco o nada, varado en una esquina, con la huida cortada previamente por el palizas de turno, sin poder decir ni una palabra que vaya más allá de sí o no, como un tonto escuchando a un listo. No se darán cuenta nunca de que uno también quisiera decir algo, meter baza en lo que se supone que es una conversación. Qué va. Si asientes a lo que están diciendo, ponen aún más énfasis en contarlo con todos los detalles. Si logras hacer alguna objeción, peor: retoman el asunto desde el principio y entonces ya hay que perder definitivamente la esperanza de salir pronto de la encerrona.

Pues a esta numerosa tropa se ha sumado en estos diez años otra legión de pesados (y pesadas) al abrigo del avance de la nueva tecnología informática, especialmente en el apartado de las llamadas redes sociales. No hay más que asomarse a Facebook o a Twitter para darse cuenta de que la tontería humana es infinita. Y no pongo en duda la enorme validez de esos medios ni su eficacia en manos de gente sensata, instruida y educada. Hablo de los que ya siendo pesados en su estado natural, se vuelven patéticamente pelmas cuando tienen un ordenador a su alcance y deciden contarle a la gente, amigos y desconocidos, todos las obras y milagros que llevó a cabo en ese día. La mayor aportación al mundo de la cultura y del arte, de la solidaridad humana, de la ciencia y del conocimiento, que hacen algunos al término de una jornada es el cambio de la fotografía de su perfil. Antes posaban de frente y ahora, de lado. Un hecho realmente trascendente que puede llegar a conmovernos. Comparto con Umberto Eco el temor a los estragos que puede causar Internet si no se hace un buen uso de tan formidable invento. El experto profesor de Semiótica y gran novelista italiano advierte que «con Internet todos los que habitan el planeta, incluyendo los locos y los idiotas, tienen derecho a la palabra pública. Y lo malo es que su mensaje tiene la misma autoridad que el premio Nobel y el periodista riguroso«. Con lo fácil que es callar, o no escribir, cuando no se tiene nada que decir. Se podría aprovechar ese tiempo, por ejemplo, para estudiar.