El Apolo XI y un molino de Fene

Ramón Loureiro Calvo
Ramón Loureiro CAFÉ SOLO

FENE

02 may 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura, suele decir que el mayor acontecimiento de su vida fue «aprender a leer». Autor de algunas de las más grandes novelas de la lengua castellana, como La guerra del fin del mundo, libro en el que viaja, a través de la ficción, a la revuelta sebastianista vivida por el nordeste brasileño a finales del siglo XIX (la terrible guerra de Canudos, que dio origen a la leyenda de que el líder de los sublevados, Antonio Conselheiro, subió a los cielos, en medio de la batalla, llevando consigo su propio cuerpo, y eso a pesar de que poco después se encontró su cadáver), Vargas Llosa reivindica, así, la extraordinaria importancia que tiene en nuestras vidas la lectura. El hecho mismo de leer. Y de leer, especialmente, creo yo, literatura. Tanto literatura de imaginación, que es la que permite crear personajes que a veces acaban por ser más reales que nosotros mismos (Don Quijote, Ulises, el Lazarillo, Maigret, Merlín, Ivanhoe, Sinbad...), como literatura de no ficción, esa que tan brillantemente cultivaron Talesse y Pla, entre otros autores. Leer es maravilloso. ¿Qué habría sido de tantos de nosotros sin los libros durante los momentos más duros del confinamiento? Pero, cuando de vivir otras vidas se trata -es decir, cuando lo que se pretende es ejercer de nuevo el derecho a soñar-, tan importante como haber aprendido a leer, me parece a mí, es haber aprendido a escuchar. Yo aprendí a leer, más o menos, el año en el que Neil Armstrong y Buzz Aldrin llegaron a la luna en el Apolo XI (eterna memoria, por cierto, también para Collins, que no llegó a pisar la luna, pero que al volar a su alrededor, completamente solo, envuelto en un infinito silencio, quizás pudo entender, antes que ningún otro, hasta qué punto es inmenso el universo, y de qué está hecha la eternidad). Pero a escuchar, y a eso iba, aprendí antes que a leer. Me enseñó mi madre. Recuerdo que ella, aunque yo ya supiese leer, nunca dejó de contarme los cuentos que aún hoy siguen estando vivos detrás de mis ojos. Cuentos en los que antes o después aparecía el molino de mi Tío Manolo (tío-abuelo, en realidad, hermano de Meu Padriño Ramón), mágico lugar, abrazado por el río de Vilanova, en el que el grano se convertía en harina, en el que las truchas nadaban bajo la casa y donde jamás podrían entrar ni las brujas ni el lobo. Disculpen la melancolía. Siempre está uno igual.