Aitor Pita Vázquez, tatuador de Cedeira: «Tatuar a un famoso como Marcelo Vieira no te hace mejor»
CEDEIRA

Este joven cedeirés abrió su estudio de tatuaje, Smog Tattoo, en 2015, tiene lista de espera de un año (no admite más) y atesora premios internacionales
30 may 2023 . Actualizado a las 17:08 h.Aitor Pita Vázquez, cedeirés de 32 años, dibuja igual que respira, ya desde niño. Estudió Mantenimiento Industrial en el IES Punta Candieira y realizó las prácticas en la fábrica de altavoces de A Trave. «Iban llamando a tramos, cada tres o cuatro meses, para trabajar, pero yo dije que iba a hacer un curso de tatuajes», cuenta. Sin pretensión alguna de convertir el dibujo grabado en la piel en su profesión.
«No decidí ser tatuador, me encontró —aclara—, pensé en tatuar a amigos, no en algo para vivir». Y lo que empezó en casa, pintando la piel de conocidos, acabó en oficio. «Estuve en A Coruña, en Balinese Tattoo; en 2015 abrí mi negocio en Ferrol y en 2017 me vine a Cedeira. Ya tenía bastante agenda, acababa de nacer mi hija mayor y apenas la veía...», explica sentado en el sofá rojo de Smog Tattoo, su estudio.
Al entrar en la sala de operaciones de Aitor llaman la atención el olor a limpio —«se desinfecta todo antes y después de cada cliente; de hecho, cuando la pandemia el único cambio que notamos es que los productos eran más caros»— y un precioso retrato de su primogénita, África, de seis años, pintado por él. El dibujo es su punto de partida para grabar en la piel rostros (de mirada profunda), cuerpos, animales, símbolos, frases o cualquier objeto o escena, que plasma con absoluto realismo (otros se especializan en los estilos neotradicional, japonés o New School, de colores eléctricos, con influencia del cómic y el grafiti).
Con 15 años le hicieron su primer tatuaje, «por estética, por macarra, sin entender si estaba bien o era una chapuza [como alguna de las que le han tocado tapar, algo que no siempre es posible]». «Después vas madurando, y lo que busco ahora, que sé de tatuajes, es calidad. Esto es para siempre, no se puede borrar [salvo con una máquina de láser]», recalca.
Para ejercer este oficio, lo primero, insiste, «es aprender a dibujar muy bien, las paletas de colores, los volúmenes, las sombras, los contrastes... Y eso requiere esfuerzo, constancia, dedicación...». Una vez dominada la técnica, entra en juego la creatividad: «No copio tatuajes, a los clientes les digo que me traigan alguno que les guste y después hago mi propio montaje, y el 99 % de las veces les gusta más de lo que habían imaginado». El proceso puede durar hasta siete u ocho sesiones de cuatro o cinco horas cada una, en función del tamaño y la zona del cuerpo: «Un brazo, de hombro a codo, son cinco [mañanas]; una espalda, entre siete y ocho».
Entre sesión y sesión ha de transcurrir un mes, para asegurar «la mejor curación posible», algo que depende de que el tatuado siga a rajatabla sus indicaciones: higiene (con agua y jabón), e hidratación, con una crema que contiene Panthenol, emoliente y antiinflamatorio. El objetivo es evitar cualquier posible rastro de la herida. «Un buen tatuaje depende al 70 % de quien lo hace y al 30 % de que lo cuiden bien, para que se cure», concluye.
Su equipo básico de trabajo consta de una máquina de tatuar, agujas, una fuente de alimentación y tinta (todos los productos son de origen vegano). La camilla, en ocasiones, sirve de diván, con Aitor de psicoanalista. Presume de clientela, de 16 (la edad mínima, con autorización hasta los 18) a más de 80 años: «La mayoría son de Ferrol, A Coruña, Santiago, Asturias... pero también viene gente de Madrid, Suiza, Francia, Estados Unidos...». En Smog Tattoo hay lista de espera de un año (cuando se completa no admite más) y una persona para atender llamadas y dar cita.
Sus padres «fliparon» con su primer tatuaje, de adolescente, y no precisamente para bien, y les costó entender que se hiciera del gremio. Hoy están «orgullosos» de los logros y el prestigio de su hijo, que participa en tres o cuatro convenciones al año, por Europa y Estados Unidos —«es la cuna, pero en España hay un nivel impresionante y allí estamos muy bien vistos»—, y atesora premios de varios de esos encuentros de la élite mundial del sector. Todo se lo ha ganado con tesón, un empeño constante en aprender y mejorar, y talento.
El cuádriceps de Marcelo Vieira
El exjugador del Real Madrid Marcelo Vieira lleva en un cuádriceps un retrato de su mujer que pintó Aitor. «Tengo un amigo fanático del Madrid y le tatué la cara de Marcelo, y a través de varios contactos lo localizamos para pedirle una firma, para poder añadirla al tatuaje. Cuando vio su retrato le encantó y me encargó uno de su mujer, y después fui a tatuárselo a Madrid», relata.
Tiene claro que «tatuar a un famoso no te hace mejor» y su mayor publicidad viene, «mitad y mitad, del boca a boca y las redes sociales [en Instagram comparte sus diseños]». Trazar el skyline de Nueva York o la torre Eiffel en un gemelo no resulta sencillo. En su caso, la complejidad, y no el tiempo, determina el precio: «Cobro por pieza, no por hora, de 40 o 50 euros a 350 o 400».
Al marinero que le pidió una robaliza lo disuadió, y acabó pintándole un pulpo y un curtido hombre de mar. Un vegetariano empleado en una parrillada quiso que le grabara una hoja de lechuga, como gesto de rebeldía. «Hay muchos tatuajes simbólicos, reflejan etapas...». Él lleva en un brazo a su amigo, casi hermano, Dani, fallecido en accidente de tráfico —«para tenerlo siempre conmigo»—; y en una pierna conviven el capitán Jack Sparrow, Dalí y botes de pintura, puro arte.