Las cartas escritas a mano, Lino Novás Calvo y el otro lado del mar

Ramón Loureiro Calvo
Ramón Loureiro CAFÉ SOLO

FERROL

07 may 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Siento un gran afecto por el correo postal. Y, de una manera muy especial, por las cartas manuscritas. Un afecto que nació, si la memoria no me falla, a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta (del pasado siglo, por supuesto), cuando tanto me gustaba escribirles a los Reyes Magos de Oriente. A don Melchor, don Gaspar y don Baltasar, ¡sí señor!, que una vez incluso me respondieron, escribiéndome también de su puño y letra. Como me escribió, por cierto, don Papá Noel, a quien sin embargo yo no le había escrito jamás, al menos que recuerde.

Por desgracia, no conservo ninguna de esas cartas. Y ni siquiera sabría decir, a estas alturas, qué es lo que se contaba en ellas. Pero créanme si les digo que daría cualquier cosa por tenerlas hoy conmigo, porque estoy seguro de que eran preciosas, y no me extrañaría nada que incluso tuviesen algún dibujo, como las que el propio Papá Noel les hacía llegar, cada año, a los hijos de Tolkien cuando eran niños. Unas cartas, estas últimas que les digo (las que recibían por Navidad los niños de Tolkien), que ahora, y todo sea dicho de paso, están reunidas en un precioso libro del que ya alguna vez les he hablado, y que es una verdadera delicia. De todas formas, por nada del mundo cambiaría yo aquellas primeras cartas que recibí. Es más: incluso hoy, medio siglo después, estoy convencido de que tanto la caligrafía de Sus Majestades de Oriente como la de don Papá Noel se parecerían mucho a la de mi madre, y me emociona pensar en ello.

(Escribir a mano es un poco como dibujarse a uno mismo, además de una manera de expresar el respeto y el afecto. Y a mí me gusta escribir así, a pesar de mi mala letra, que hace que a menudo no sea capaz de descifrar mis propias notas. De hecho, esta carta de hoy —porque en realidad este artículo es, sobre todo, eso: una carta que yo les escribo cada semana, además de una crónica de los días, así como un testimonio del tiempo que marcha y de un mundo que se desvanece—, la carta que ahora estoy transcribiendo en el ordenador, la escribí a mano, primero.

Y viene esto a cuento —o al menos es lo que a mí me parece— porque hoy he recibido, desde el otro lado del mar, otra carta muy hermosa, que me manda un viejo amigo. En ella, este amigo, Antonio, desde Chicago, me habla, entre otros escritores, de Lino Novás Calvo (que como saben nació en Grañas do Sor, en Mañón), y de Gonzalo Torrente Ballester y de Ernesto Guerra da Cal (que, al igual que el autor de La saga/fuga de J.B., era ferrolano, también). Además, me envía tres preciosos marcapáginas, con sendos retratos de Truman Capote, de Faulkner y de Scott Fitzgerald.

Miro los marcapáginas, que tanto agradezco, y pienso que, aunque no estoy seguro, la primera vez que leí Santuario, de Faulkner, debió de ser en la vieja traducción de Lino Novás. ¡Cómo pasa el tiempo...!,