Siempre, desde mi infancia, me han fascinado las piedras labradas, que me parecen mensajes de la eternidad, recuerdos que se niegan a rendirse ante el paso del tiempo. En mi memoria permanece intacta la admiración que ya despertaba en mí, cuando aún era muy niño, el escudo del Pazo da Ribeira, que está casi a orillas del río Belelle. Un escudo coronado, por cierto, con un yelmo de caballero. También podía pasar horas, ya por aquel entonces (bueno, horas, lo que se dice horas, tampoco, vamos a no exagerar...), contemplando el majestuoso campanario de la iglesia de Santa Mariña, en Sillobre. Pero todavía me admiraba más, si cabe, la cruz incrustada en el muro que servía y sirve de cierre al atrio de esa misma iglesia. Una cruz, un poco parecida a la de los sanjuanistas, de la que solíamos decir que bien podría haber sido, en el fondo de las edades, la piedra de consagración del primitivo templo. Y también me gustaban mucho, por supuesto, aunque yo entonces no supiese explicar por qué, los muros de piedra seca que dividían los montes de Marraxón, mágico enclave desde los que la imaginación permite ver, y con notable claridad, desde la Costa da Morte hasta los cantiles del Ortegal, además de la Terra Chá, las islas errantes del Océano —en particular, la Isla Ballena— y, casi, casi, Mondoñedo.
La piedra seca, como ustedes saben muy bien, es la técnica que permite alzar muros sin ninguna clase de argamasa, simplemente colocando unas piedras sobre otras de manera que las mantenga firmes su propio peso. Es un arte del que se conservan magníficos ejemplos en diferentes países europeos, y que la Unesco ha declarado —permítaseme recordarlo— Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Alguno de aquellos muros de Marraxón fue alzado, o al menos reconstruido, por un bisabuelo mío, que se llamaba Cándido y que pasó largos años como emigrante en Nueva York, donde trabajaba como fogonero en los barcos que hacían la ruta de La Habana, pero que a mí me parece que siempre estuvo deseando volver a Galicia para cuidar el ganado y cultivar la tierra.
Toda piedra labrada, como un buen libro, es, también, una casa y un viaje, al mismo tiempo. Y a mí, a estas alturas de la vida, me resulta difícil no emocionarme (como me emociono en Marraxón, donde aún se conservan los túmulos megalíticos de quienes leían el futuro en las estrellas) al contemplar la Sirena de Mugardos —que inspiró un precioso cuento de Torrente Ballester—, los monasterios de Caaveiro, Santa Catalina y Monfero, las fortalezas de Naraío (San Sadurniño), Moeche y Pontedeume, los sepulcros de los Esquío en San Martiño do Couto y en San Nicolas de Neda, el Cristo de la Tahona y el viejo Peto de Ánimas de la concatedral de San Julián.
Los siglos, y las manos de los canteros, nos han legado un patrimonio inmenso. Un impagable tesoro, ¿no les parece...?