Aquellas máscaras en medio de la noche

Ramón Loureiro Calvo
Ramón Loureiro CAFÉ SOLO

FERROL

RAMON LOUREIRO

19 feb 2023 . Actualizado a las 16:52 h.

Pues yo daría cualquier cosa, o casi, por poder volver, aunque solo fuese durante unas horas, a aquel mundo que ya no existe. Un mundo en el que las máscaras, por lo general de cartón o de goma o de trapo, recorrían las noches de entroido, por los caminos sin luz, y llamaban a las puertas de las casas impostando la voz, cantando o riendo a carcajadas. De niño, aquellas máscaras me daban miedo. Pero en el fondo yo estaba deseando alcanzar la edad necesaria para convertirme también en uno de aquellos misteriosos seres que, vestidos con la ropa olvidada de los desvanes, atravesaban la oscuridad haciendo sonar, bajo las estrellas, panderetas medio rotas, botellas labradas —creo recordar que casi siempre eran de anís— que se tocaban con una cuchara—, caracolas gigantes y cuernos de buey o de vaca.

Si la memoria no me falla, la primera vez que salí al camino así disfrazado no era de noche aún, pero la oscuridad nos envolvió enseguida a mis amigos y a mí, que, cubiertos con unas caretas que no engañaban a nadie, nos fuimos adentrando en un carreiro que llevaba a un grupo de casas que ya entonces estaban deshabitadas. Desde el monte se veían muy bien, al otro lado del mar, las luces de Ferrol, ciudad en la que a mí me parecía que era Navidad todo el año; e incluso las de A Coruña, en especial la de la Torre de Hércules. Pero aquel resplandor estaba demasiado lejos de Escandoi, en un mundo distinto, y en nada nos tranquilizaba. Como no nos tranquilizaba, tampoco, conforme la oscuridad se iba haciendo más intensa, el resplandor de la luna, a pesar de que brillaba, allá en lo alto, con verdadero entusiasmo.

(En cualquier caso, ninguno de nosotros estaba dispuesto a ser el primero en retroceder, así que seguimos avanzando, como conducidos por una mano invisible, hacia la nada).

Entonces, igual que en las historias que por aquellos días aún se contaban al calor del fuego, fuimos testigos de una aparición. Vimos que a la ventana de un casa en ruinas se asomaba, surgiendo de las sombras, un extraño ser, de inexpresiva mirada y rostro completamente blanco, que fijó en nosotros sus ojos fríos, como si quisiera atravesarnos con la mirada.

A mí, entre el terror que me invadía y lo difícil que me resultaba ver con la careta puesta, aquel ser del Trasmundo me pareció la mismísima Dama de Elche, cuya foto estaba en uno de mis libros escolares, o algún pariente suyo no muy lejano. De todas formas, no me quedé a comprobarlo. Eché a correr como todos, y al llegar a nuestras casas nada contamos. Tardé semanas, quizás meses, en enterarme, por casualidad, de que lo que habíamos visto era un carnero, al que durante la noche guardaban entre aquellos muros para que nadie lo robase. Debió pensar que éramos gente muy rara.