Viajar muy lejos para salir de uno mismo

Ramón Loureiro Calvo
Ramón Loureiro CAFÉ SOLO

FERROL

08 ago 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Estos días de verano parecen invitar a viajar muy lejos, que es una de las mejores maneras que existen —o de las más divertidas, al menos— de salir de uno mismo. «Lo importante es desconectar», se oye decir mucho este mes de agosto, como si para eso —para desconectar— no nos fuese a sobrar ya, antes o después, el tiempo. Existe, claro que sí, la posibilidad de irse a países muy lejanos, como siguiendo la estela de los Reyes Magos. A mí, por ejemplo, me gustaría poder peregrinar a Tierra Santa antes de mudarme al otro lado del río. Y ver las pirámides de Egipto. Y conocer Islandia, país que ha generado tanta y tanta literatura que yo admiro (las sagas medievales, que siguen muy vivas; la magnífica prosa de Halldor Laxness; las novelas policiacas de Arnaldur Indridason...). Pero hay otras posibilidades de irse lejos. Por ejemplo, sin moverse de casa y con un libro en las manos (estoy empezando a leer La novela posible, del gran José María Merino, escrita alrededor de la figura de la pintora Sofonisba Anguissola, y créanme si les digo que es una obra que te deslumbra desde la primera página). O, por poner otro ejemplo, recorriendo los paisajes más queridos, que siempre son nuevos. A mí —aunque reconozco que también me gustaría mucho, en días como estos, volver a recorrer Italia, país que me parece un verdadero regalo del cielo— sigue haciéndome muy feliz salir de Escandoi, a primera hora de la mañana, subir por la carretera que va de Sillobre a Lavandeira, hacer una parada en A Capela para tomar café con el campanario de la capilla de As Neves en el horizonte, seguir después por Goente hacia As Pontes —cuyo lago es un prodigio que nunca deja de fascinarme—, comprar unos melindres en Casa Anduriña, en Vilalba —que tantos recuerdos me trae—, parar a comer en el Montero —a poder ser, con pan de Martiñán—, seguir hacia Abadín —donde siempre me parece ver a lo lejos a Noriega Varela—, atravesar el Alto da Xesta (donde cambian los colores), pasar por Mondoñedo para escuchar las campanas —y para comprar una tarta de Val de Brea, y para merendar en la Taberna do Valeco...— y, conforme el día va terminando, regresar por la costa, pasando por Viveiro y por Ortigueira. Qué grande y qué hermoso es el mundo: tenía razón el poeta.