De lo que se lamenta Rocío es del peso de la burocracia en un oficio que conoce desde niña: «Nos inundan de papeles, tenemos que hacer cada vez más etiquetas, más albaranes para los restaurantes, he tenido que contratar a una contable y comprarme una impresora con plastificadora especial y si me despisto solo hago eso, cuando tendría que estar limpiando o vendiendo el pescado», denuncia a pocos metros de unas escaleras por las que cada día ella y sus vendedoras descargan decenas de cajas con merluzas, rapes, bacaladitos.... «Yo tengo mucha suerte con ellas, mucha, son muy buenas», explica mientras mira el reloj para que no se le pase la hora de ir a recoger a su hijo. «A mí me crio mi abuela Josefa y la pobre murió en el muelle, cuando fue a por pescado se cayó al mar y se ahogó», recuerda con cariño. Los pescados que se pueden ver en el mostrador de Niki también llegan desde Cedeira, donde tiene comprador con el que despacha a diario. Otra tarea más.
«Más que trabajo físico lo agotador es estar todo el día pensando: si habré comprado mucho, si me falta algún mensaje para los que me guardan piezas que quiero reservar antes de la subasta, aunque a veces llegue y vea que pude conseguirlas a menos precio», explica poco antes de salir hacia su casa para hacer la comida. «A las seis me tumbo en la cama, pero no puedo dormir hasta las ocho para estar pendiente del móvil, duermo bien poco...».