La tinta azul, dos promesas y el Danubio de Magris

Ramón Loureiro Calvo
Ramón Loureiro CAFÉ SOLO

FERROL

01 may 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Siento un inmenso afecto por los pequeños cuadernos. Especialmente por los que, como las cámaras fotográficas que de verdad me gustan, caben en el bolsillo de la chaqueta y no son mucho más grandes que la palma de la mano. Sigo lamentando, hoy más que nunca, haber perdido tantos. Estaban repletos de anotaciones sobre las cosas más dispares que, por desgracia, ya no podré recuperar nunca. Lo cierto es que, cuando los iba terminando, incluso a mí me enfadaba la mala letra que he tenido siempre. Y al final me daba pereza intentar descifrar lo que había escrito en aquellas hojas de papel dorado que fueron, año tras año, mi particular espejo frente a toda clase de días. Esos cuadernos, de tapas rojas, blancas o negras, eran dietarios sin fecha que llevaba siempre conmigo. Pero, tras haber apuntado en ellos lo que pasaba por mi alma o ante mis ojos, los dejé ir. Como dejé ir también tantos rollos de película fotográfica que no llegué a revelar nunca. El caso es que todo eso —que solo tendría valor para mí, efectivamente, pero que me permitiría mantener vivo el recuerdo de un tiempo que ya no existe— lo he perdido. Y cuánto lo siento. Hay algo extrañamente poderoso (no sé si estarán ustedes de acuerdo conmigo) en los textos manuscritos. La eternidad habita en su interior de alguna misteriosa manera que no es fácil explicar con las palabras de este mundo. En este preciso instante tengo junto a mí una carta, escrita por supuesto a mano y reencontrada en el interior de una vieja agenda de teléfonos, de uno de los autores europeos a los que más admiro: el gran Claudio Magris. Nunca había reparado en ello, pero ahora, cuando miro su firma, me parece estar viendo el Danubio, impresión que se ve reforzada por el peculiarísimo azul de la tinta. Un azul que incluso bajo esta extraña luz de la madrugada creo reconocer muy bien —es un color que ahora no se encuentra fácilmente, y del que fuimos muy devotos no diré que todos, pero sí casi todos los que aún solemos escribir con pluma estilográfica—, aunque también es posible que yo esté, otra vez más, y para no variar, equivocado. Un azul que es como un viaje al pasado. Pero no nos dejemos arrastrar por la melancolía, que no lleva a ninguna parte. Así que, ya que hablamos de las tierras del Danubio, y concretamente de Eslovaquia, que tiene que ser un país muy hermoso, no querría yo dejar de comentarles que allí se acaba de disputar la campeonato mundial escolar de campo a través. Y que, en la prueba femenina, la selección española, solo superada por Uganda y Marruecos, logró la medalla de bronce por equipos. Les comento esto, que nos da una gran alegría a los aficionados al atletismo —el futuro de un deporte siempre está, por razones obvias, en manos de las más jóvenes promesas—, porque el equipo español estuvo liderado por dos atletas gallegas: la luguesa Xela Martínez, que fue sexta en la clasificación general, y la ferrolana, aunque afincada en Soria, Sara Bogo, que fue décimo primera. Dos magníficas deportistas que están llamadas a darle muchos días de gloria a un deporte que habita la leyenda, la épica y la poesía. Vaya desde aquí mi felicitación para Xela y Sara, y para todo el atletismo gallego. Un atletismo que siempre fue rico en grandes fondistas, como Javier Álvarez Salgado. O como Alejandro Gómez, que habita la eternidad. Maravillosos seres humanos y formidables deportistas.