Los altos lugares, un personaje de Baroja y la luz de otro tiempo

Ramón Loureiro Calvo
Ramón Loureiro CAFÉ SOLO

FERROL

16 ene 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Me pregunto qué extraña magia será esa que a veces nos hace viajar a través de nosotros mismos hasta los lugares en los que fuimos verdaderamente niños y felices. Los altos lugares de nuestra infancia, como diría el poeta. Y que no son exactamente aquellos en los que transcurrió nuestra niñez, sino su reflejo, que con una luz irrepetible ha quedado guardado en nuestra memoria para ayudarnos a seguir caminando hasta en los días más difíciles. A veces uno, dejándose llevar por esa peligrosa forma de nostalgia que tanto se parece a la melancolía, cae en la tentación de intentar volver a esos lugares por sí mismo, incluso pensando en fotografiarlos, y es entonces cuando surge la desilusión, porque para contemplarlos de verdad se necesitan los ojos del alma, no basta con mirarlos de cualquier manera. Hay que saber mirar —y a eso solo enseña el paso del tiempo— más allá de la evidencia. A través del misterio. Hace unos días, por uno de esos prodigios que solo cabe atribuir a los Magos de Oriente, llegó a mis manos una vieja grabación doméstica que debió de permanecer perdida durante unas cuantas décadas, y que por lo visto no fue demasiado fácil hacer sonar para poder escucharla de nuevo. En medio de la cinta, entre mil músicas y voces diferentes, se escuchaba, de forma absolutamente casual y durante algo más de un minuto —un poco a lo lejos—, a mi bisabuela, que se llamaba Carmen, como mi madre y como mi abuela. Primero bromeaba con un bebé, al que se oía reír; y después le cantaba, mientras el niño, con su voz sin palabras, proclamaba su alegría. Le cantaba, por cierto, al pequeño (casi prefiero decir que le canta: todo verdadero documento, todo cuanto da testimonio de lo que merece ser recordado, habita ese eterno presente que es una de las más bellas formas de la eternidad), lo que podría ser una especie de copla de las que se cantaban por las ferias. O quizás un viejo romance de los que —en muchos casos gracias a las ferias, también; y en otros casos por las caminos, de puerta en puerta— aún se escucharon en el siglo XX, antes de convertirse en arqueología o desaparecer para siempre. Me costó reconocer su voz. No la recordaba así, irradiando tanto alegría, tanta seguridad, tanta entereza. Y sobre todo no la recordaba riendo. Solo rezando en silencio, con las manos entrelazadas y moviendo un poco los labios pero sin dejarse oír, vestida enteramente de negro y sentada junto al fuego. Recuerdo muy bien, en cambio, algunas cosas que contaba. Como la aparición de un gran dirigible en el cielo. O la gracia que le hizo en su juventud, por Año Nuevo, darse cuenta, mientras tendía la ropa (había sido lavandera), de que aquel día empezaban la semana, el mes, el año y el siglo. Creía firmemente en la existencia de Zalacaín el Aventurero (alguna vez te lo dije a ti ya, ¿verdad, Pío Caro-Baroja, viejo amigo?). Seguro que estaba en lo cierto.