Los cuadernos perdidos, Montaigne, el estadio del Inferniño y la nieve

Ramón Loureiro Calvo
Ramón Loureiro CAFÉ SOLO

FERROL

31 oct 2021 . Actualizado a las 13:44 h.

Suele decirse que los libros tienen vida propia. No solo en su calidad de obras de creación, sino incluso cada ejemplar por sí mismo. Y no seré yo quien lo ponga en duda. Bien al contrario: estoy completamente seguro de que es cierto. De hecho, a mí me parece que eso es algo íntimamente vinculado a la palabra escrita, y que va mucho más allá de la letra impresa. Los cuadernos, por ejemplo, o al menos gran parte de ellos, tienen su propia vida también, y conviene que no lo olvidemos. Porque cada manuscrito, incluso el más humilde de todos ellos, es algo único. Vaya por delante -y permítaseme aclararlo- que nada tengo yo en contra de las nuevas tecnologías, bien al contrario. No vamos a renunciar, obviamente, a lo que el siglo XXI nos ofrece. Pero cada vez estoy más convencido, y lamento no saber explicarme mejor, de que hay cosas que precisan ser escritas a mano. Y, a ser posible, donde huela a café. Desde mi adolescencia -discúlpenme la confidencia- tengo la costumbre de anotar en cuadernos aquello que más me conmueve de todo cuanto pasa ante mis ojos. El contenido de alguno de esos cuadernos, tras ser transcrito posteriormente en el ordenador, se publicó después; pero lo cierto es que casi todas mis libretas, en especial las más antiguas, fueron desapareciendo, de una forma o de otra. En su mayoría, simplemente, porque las perdí; y he de confesarles que hasta ahora nunca las había echado demasiado de menos, pero a estas alturas de mi vida me apena no poder tenerlas conmigo. Llegados a este punto, seguramente dirán ustedes, y con razón, que el hecho de que los cuadernos que uno va escribiendo a lo largo de los años se pierdan con tanta facilidad parece contradecirse con la afirmación de que están dotados de vida propia. Pero les aseguro que tal contradicción no existe. O, al menos, a mí me parece que no. De todas formas, soy consciente de que en la vida, antes o después, casi todo termina -excepción hecha de lo verdaderamente importante, de lo que trasciende-, y sé que nadie más que yo echará de menos aquellos blocs en los que, a comienzos de los años ochenta, anotaba cada noche -tras regresar a Escandoi, y por tanto a nuestra particular Galicia Profunda, desde Ferrol- lo mucho o poco que ese día habíamos entrenado, tras salir de clase, en las viejas pistas de atletismo, obviamente de ceniza, del desaparecido estadio Manuel Rivera. Pero yo sí, claro: yo echo de menos mis primeros dietarios. Porque en ellos, además de los tiempos en los que habíamos completado la vuelta a la ría o las series de mil metros, también anotaba qué me había parecido el primer libro de Benet, de Aldecoa o de Ferlosio que había comprado en El Quijote, en Helios o en la Central Librera, y qué impresión me produjo ver por primera vez en persona a Gonzalo Torrente Ballester, y cuánto admiraba a Dámaso Alonso, y cómo empecé a comprender que la historia de los tuyos, de los que desde el fondo de las edades habitaron este fin del mundo, es siempre la historia de la humanidad entera. En aquellos primeros cuadernos, con bolígrafo Bic y una letra bastante más clara que la que hoy tengo -la de ahora, todo sea dicho de paso, a menudo ni yo mismo la entiendo-, también anotaría, sin duda, al amparo de la casa en la que nací, los mágicos nombres de los lugares donde tantas veces se habían aparecido seres de otro mundo (seres que, por cierto, acabaron por rendirse y marcharon para siempre con la llegada de la luz eléctrica), y cuánto me gustaban las palomas mensajeras, y qué feliz me habría hecho tener entonces una cámara fotográfica, y cómo me fascinaba la nieve. Decía Montaigne que solo aprendemos a vivir cuando en nuestra vida ya casi todo es pasado. Al final va a ser eso.