Memoria de los milagros, magia del viento y acero sobre el agua

Ramón Loureiro Calvo
Ramón Loureiro CAFÉ SOLO

FERROL

19 sep 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

La verdad es que no deja de ser curioso, pero aquello que recordamos con mayor claridad podría no haber sucedido nunca. La mente humana, ese prodigio de posibilidades infinitas, es, en el fondo, algo muy extraño. Escucho decir, de nuevo, que la probabilidad de que lo que nuestra memoria preserva con mayor empeño sea un mero producto de nuestra imaginación es muy alta. Sobre todo en lo que atañe a nuestros primeros recuerdos, que bien podrían haber sido fabricados por nosotros mismos a raíz de lo que oímos contar años más tarde. ¿Y por qué dudarlo? De todas formas, y si de primeros recuerdos se trata, estoy particularmente convencido de que hay unos cuantos de los míos, de los que tan nítidos siguen en mi memoria, que son un fiel reflejo de lo vivido, y no de lo imaginado, por más que después alimentasen mil y un sueños distintos. Recuerdo muy bien, por ejemplo, el sonido del acero, que el viento de Poniente, en medio de la noche, traía desde Astano -que entonces construía alguno de los más grandes barcos del mundo- hasta la casa en la que yo nací. Recuerdo la palma, bastante más alta que yo, que me compraron para mi primer Domingo de Ramos. Recuerdo el miedo que me daban las máscaras que cantaban sin mover los labios. Recuerdo el sonido de las caracolas atravesando el aire. Recuerdo cuánto me gustaba ver, en la feria de As Pontes, los potros de las yeguas de oscuras crines y piel dorada que los feriantes traían desde los pueblos de la Terra Chá y desde las aldeas de la Montaña. Recuerdo el canto de los grillos atravesando la oscuridad. Recuerdo la primera vez que vi un raposo, que me pareció un animal mágico. Como recuerdo, y tanto que sí, el repique de las campanas las vísperas de los días de fiesta, y el olor del pan recién hecho, y lo mucho que me gustaron los tebeos desde que aprendí a leer, y el canto del cuco, y que cuando me llevaron a Ferrol por vez primera vi un tranvía, y la pizarra en la que escribía con una tiza, y el temporal arrancando ramas de los árboles, y la luz de las velas -que entonces eran todas de cera de abeja-, y a los Reyes Magos bajando por el Camiño do Baladoiro, y a Meu Padriño haciéndome una cometa con bramante, cañas y papel blanco, y la lancha de Mugardos navegando hacia los castillos, y el sabor de los helados de cucurucho que se vendían de puerta en puerta.

De todo ello, de todo ese inmenso milagro, he sido, gracias a Dios, testigo. No he tenido que imaginarlo. Por cierto: hace unos días, tras la larga y luminosa conversación que unos cuantos amigos mantuvimos a la hora del café, en Fene, con el obispo García Cadiñanos (una conversación en la que hablamos, entre otros temas, de la muestra Las Edades del Hombre y de las magníficas puertas diseñadas por Antonio López para la catedral de Burgos), uno de esos amigos me preguntó qué había estado presente en el horizonte de la Tierra de Escandoi desde que yo tenía memoria. Y le contesté que, sin duda, la grúa pórtico del astillero de Perlío, a la que nosotros siempre nos gustó llamar, ya saben, el Puente Grúa. Esa máquina gigantesca, ese maravilloso artefacto, simboliza, en mi corazón, la capacidad del ser humano para ir siempre más lejos y hacer navegar al acero, majestuosamente, sobre el agua de todos los mares. La Tierra de Escandoi y la Última Bretaña no son literatura. Son la imagen, reflejada en el espejo, de una Galicia, distinta de cualquier otra, a la que casi le roban el futuro, pero que jamás se ha rendido.

Los quiero mucho, amigos. Una vez más, muchísimas gracias. Por todo.