Mandiá

José Varela FAÍSCAS

FERROL

27 dic 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Cada vez que me acerco a la llanada del valle de Mandiá, donde confluyen las fuentes del río da Sardiña, como venas abiertas y transparentes que desangran la tierra en una incesante hidrorragia, revivo las alboradas de hace más de cincuenta años. El impudor me lleva a pensar que tal vez solo los gaiteros antiguos estén a la altura de los carteros pedáneos en los secretos de las veredas y senderos parroquiales. Por entonces, con Jacinto Hernández, Ramón Campos y Andrés Gómez, que conmigo formaban el cuarteto de gaitas Follas Novas, pateamos desde la aurora cada uno de los andurriales del curato de Mandiá una mañana de verano. Recuerdo bien que nos aplastaba un sol africano y que mantener temperado el fol desde las primeras luces hasta bien pasado el mediodía sin dejar de transitar arriba y abajo la inextricable red de trochas y vericuetos que conducían a los casales más recónditos era un glorioso ejercicio extenuante. Aún hoy, cuando los pies me llevan hasta allá, identifico antiguas eras y casares en Vilela, Cha, Bustelo... en los que hicimos alto para interpretar un fandango o una polca porque los lugareños habían sido generosos con la comisión de fiestas; y donde, quién sabe, a lo mejor catamos alguna copa de licor de guinda doméstico para darle alas al roncón. Recientes construcciones colonizaron nuevos espacios del valle mientras algunas viejas edificaciones todavía en pie lucen huérfanas y descuidadas por la ausencia de sus residentes. Con todo, Mandiá sigue siendo un lugar apacible y hermoso, que estos últimos días del año exhibe en sus campos un verde tierno intenso como promesa de veranos frescos, y una placidez silenciosa difícil de olvidar.