Un agujero en el tiempo

Jose A. Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

08 dic 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Un día de lluvia de este noviembre pasado por agua, viví una experiencia que me hizo retroceder en el tiempo, o mejor dicho, me hizo dudar, por un momento, del tiempo real que estaba viviendo. El tiempo objetivo era uno, pero el tiempo subjetivo, indudablemente, era otro: el de hace muchos años, aunque con protagonistas diferentes. En esta ocasión podía suscribir la célebre duda de San Agustín, cuando trataba de explicarle a alguien el enigma filosófico que, como concepto, entraña el tiempo: «Si me preguntas qué es el tiempo, no lo sé; pero si no me lo preguntas, lo sé». Pues confusión parecida sufrí yo cuando, ese día en mi pueblo me encontré con una escena que estaba ocurriendo delante de mí, pero que yo ya había visto, repetidamente, medio siglo antes…

Era domingo. Desde toda la vida, los domingos son el día de la feria, así que a lo largo de la mañana hay una gran actividad comercial: los comercios permanecen abiertos y en el recinto ferial se acomodan los tenderetes de todo tipo de vendedores. Antes predominaban los de simientes y productos de la huerta, pero hoy ha ido creciendo por el recinto todo un corte inglés troceado en múltiples puestos de venta. Este día del que hablo, pasé con el coche por la feria ya cuando no había compradores. Eran más de las dos, hacía frío, llovía con fuerza. Y me detuve a contemplar ese hueco triste que queda en un lugar en el que poco antes hubo animación y gente. Cada uno de los puestos iba siendo recogido por sus dueños con parsimonia, a pesar de la lluvia. Las caras inexpresivas de unos hombres sobrellevando la rutina del trabajo, y las prisas de las mujeres embalando la mercancía. Poco debió de venderse hoy, fin de mes y el cielo abierto en aguas…

Es la escena que he visto algunas veces de niño, cuando los amigos íbamos a la sesión infantil de cine de las cuatro de la tarde, pero antes dábamos una vuelta por la feria, ya prácticamente levantada, a ver si encontrábamos algún objeto curioso o alguna peseta extraviada. Allí en la esquina frente a la que ahora estoy aparcado, en la que estaba la señora que vendía fruta, con unos plátanos espectaculares, hoy un hombre mayor recoge su mercancía de quesos y botes de miel. Hay gente mayor, hombres y mujeres, también jóvenes que seguirán el oficio y niños desabrigados que ayudan lo que pueden… Y todos con la misma sensación de fragilidad, de vidas sacrificadas, como ahora mismo, mojándose de la cabeza a los pies.

Siempre creí que en mi pueblo, allá por los años 50, habíamos subido todos juntos al tren que nos trasladaba al siglo XX, que hasta ese momento aún no había llegado allí. Pero, ahora, viendo este triste ritual del levantamiento de la feria del domingo, me doy cuenta de que aquel tren ha dejado a gente en tierra. Este grupo de feriantes sigue en el andén de la estación, por lo cual para ellos el tiempo, avanzado ya el siglo XXI, no ha transcurrido de la misma manera que para los que subimos a aquel tren. El pasado, penoso, duro, lleno de trabajos y de penuria económica, sigue siendo presente para mucha gente en nuestro país. Estos feriantes de mi pueblo son sólo un ejemplo de lo que sigue pasando en la actualidad. Desde el coche, y a través de los cristales empañados por la lluvia, me acordé de los de antes y sentí pena por los de ahora. Y pensé que el verdadero almanaque del tiempo no está en que se vayan pasando sus hojas, sino en mejorar las condiciones sociales y económicas de las personas.