La persona y el artista

Jose A. Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

13 oct 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Es muy frecuente, entre la gente que está más o menos familiarizada con el mundo de la cultura, no valorar adecuadamente la obra de un artista porque, como persona, no le gusta su manera de ser y de comportarse. Yo siempre sostuve que hay que estar por encima de estas consideraciones humanas y valorar, objetivamente, la obra artística que nos ha dejado. Quevedo era un tipo frío, calculador y sarcástico, pero su obra es una joya de la literatura española. Picasso podría ser altanero y de difícil trato, pero su pintura ha dejado huella en todo el mundo. El Ulysses de James Joyce abrió caminos a la literatura actual y, por lo mismo, fue leída y estudiada por todos los escritores que se precien, sin que le restase nada la personalidad estrafalaria y alcohólica de su autor. Son solo uso ejemplos entre los cientos que se podrían comentar. Ahora bien, la aceptación de este principio general no impide que, a veces, cuando conocemos detalles y pormenores de la biografía de ese artista, la estima que sentimos por él se resienta mucho o poco, dependiendo de lo descubierto.

Me pasó a mí recientemente con Pío Baroja, un escritor admirado desde hace muchos años, desde que empecé a leerlo en la adolescencia. Es sencillo, muy humano, tierno, severo a veces, ligero y profundo casi en la misma proporción. Sin duda, está entre los grandes de la novela española moderna. Pero hace unos días, en una exposición en la casa museo de Unamuno, en Salamanca, pude leer una carta que la hija mayor de Valle-Inclán, Concepción, le escribe a Miguel de Unamuno. En ella habla de don Pío y me dejó desconcertado. La carta mecanografiada no tiene fecha, pero por el contexto se deduce que estamos al comienzo de la guerra civil, quizá a principios de 1937. En ella, Concepción le pide, casi le suplica, a Unamuno que haga valer su influencia para que se aclare una grave afirmación que Baroja hizo en un periódico navarro sobre su padre, Valle-Inclán, y que, como consecuencia de la misma, los nacionales han encarcelado a su marido, Jerónimo Toledano, y a su hermano Carlos. Son los daños colaterales, diríamos nosotros, de una imprudencia de Baroja, que, además, era una falsedad. Concepción, que en ese momento está viviendo en Vigo, escribe en su carta: «En este artículo el señor Baroja dice que mi padre era comunista, quizá sin darse cuenta de la gravedad que en estos tiempos traen semejantes acusaciones…» Consecuencias de este infundio: ella se encuentra sola en Vigo (Valle-Inclán había muerto en enero del 36, el resto de la familia está en Madrid), con un niño pequeño y el marido en la cárcel.

Desconocía esta triste anécdota, y me entristeció conocer de primera mano el desafortunado suceso, que dice muy poco de Baroja. Ese artículo lo denigra. Eran dos escritores, compañeros en aquel Madrid brillante y hambriento del primer tercio del siglo XX. Además, no era cierto que Valle-Inclán fuese comunista. Según su mejor biógrafo, su nieto Joaquín del Valle-Inclán (hijo de Carlos, el encarcelado por esta ligereza de Baroja), don Ramón era carlista, apegado a los valores tradicionales, que se oponían a la novedad industrial. Nunca fue filocomunista. Al contrario, fue un hombre de derechas, un nostálgico del mundo aristocrático (en la misma línea de Baroja), aunque en sus obras apareciese ese escritor valiente que se enfrenta al poder político, eclesiástico y militar, porque en el fondo, su espíritu era el de una persona independiente y libre.