Días de fado

José Varela FAÍSCAS

FERROL

20 ene 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Hay días que caben en un fado. (Ahora dudo: tal vez quepan también en un nocturno del Chopin más lábil, en el desamparo de un blues, en el desgarrado bandoneón de Piazzolla… en tantos alambicados artificios artísticos embellecidos para preservar el brillo de la tristeza). Algunos alborean sin prisa y embozados en la bruma, pero los delata su melosa estela de nostalgia. Otros irrumpen a pleno sol, con resplandor y aire transparente, si bien son incapaces de escamotear su frágil perfume de amargura mansa y persistente. Es inútil que se muestren bajo apariencias capciosas, su huella deja siempre el regusto de la desdicha amable, de la pena inconsistente y tibia, de la tristeza dulce, que nos orientan a los abismos de la introspección, nos abocan al vértigo de la perplejidad y de la incerteza, al insondable pozo de la negrura, cuando no a la autocompasión más corrosiva. Son los días aciagos, tan enigmáticos y diferentes, unos con plumones, otros con espinas, estos premonitorios, inquietantes aquéllos, que incluso traen preguntas pero llegan huérfanos de respuestas. Nos expulsan a la intemperie y a la insignificancia. Son los días en los que Pessoa nos convoca, nos apremia, quizá nos incite a la infausta sombra de Schopenhauer, quién sabe. Lo seguro, si no cierto, es que su melancólica banda sonora, más que un réquiem, ni siquiera el de Brahms, en exceso perfecto e hipnótico, es de la irrepetible Amália Rodrigues: «O fado nasceu um día,/ quando o vento mal bulía/ e o ceu o mar prolongava,/ na amurada dum veleiro,/ no peito dum marinheiro/ que estando triste, cantava,/ que estando triste, cantava». Pero siempre, aunque tarde, llegan otros días. Eso dicen.