Fieles y fiables

José Antonio Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

04 feb 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Lo veo todos los días y cada vez me tiene más admirado. Por su personalidad, por la seriedad de su comportamiento, también por su mirada triste. Es el perro de un pobre al que acompaña durante todo el día a la puerta de un supermercado. Sentado o acostado, no se mueve de su sitio salvo que su dueño se lo permita, por mucho que otros perros más jaraneros y con mejor fortuna lo incordien con ladridos o aproximaciones festivas. Él a lo suyo, al lado del dueño o esperándolo atentamente cuando este se aleja por cualquier razón o entra en el local en busca de su lata de cerveza, siempre con una en la mano. El perro es el más fiel compañero de este hombre, adusto y poco sociable, que no le dirige la palabra y nunca le insinúa una caricia. Lo cual es más doloroso, pues a los perritos que acompañan a las señoras que van a hacer la compra y que él cuida mientras ellas están dentro, les hace monadas y zalamerías, a ver si cae una buena propina. Pero es igual. El perro del que hablo no tiene más ojos que para su dueño. Por las mañanas va detrás de él, sin necesidad de correa, y cuando al anochecer se marchan y en el hombre se nota la cerveza ingerida durante el día, es el propio perro el que se pone delante, enseñándole el camino hacia el lugar donde ambos habitan, en las afueras de la ciudad.

La suerte de los perros, mucho más que la de las personas, es aleatoria porque depende del dueño o de la familia que les toque en suerte. Pero hay algo en que los perros nos ganan claramente, y es en fidelidad a la gente con la que conviven, sin distinguir entre amos ricos y pobres, como acabamos de ver.

Se podrían citar docenas de ejemplos de esta fidelidad perruna. Seguro que cada lector, mínimamente atento a estos animales, conoce más de un caso. Yo mismo tengo esa experiencia repetida en varios canes que convivieron en nuestra casa familiar. Pero citaré tan solo a aquel San Bernardo del que el filólogo Basilio Losada contaba una divertida anécdota. La historia ocurrió en los primeros años de vigencia de la ley anti-tabaco en una universidad americana, rodeada de un bosque plácido y ecológico, con pájaros y ardillas, en donde esa ley se aplicaba con rigurosidad calvinista. Las casas de los profesores están ubicadas en un extremo de ese recogido paraíso, y en una de ellas vive un profesor que es fumador. Por supuesto, nadie conoce ese vicio perverso del docente; en un Campus tan idílico y tan radicalmente ecologista podría costarle hasta la expulsión. Ni siquiera su mujer, militante activa de la liga anti-tabaco, lo sabe. Él se lo oculta como un secreto de Estado, conocedor de que si algún día ella se enterara de que estaba viviendo con un marido nicotinizado, probablemente pediría el divorcio…

La higiene y el respeto a la ley por encima de todo. En cualquier caso, si se descubriese su vicio oculto y su transgresión de la legalidad, su desprestigio social estaba asegurado. Y es aquí donde aparece el perro solidario y fiel, ese San Bernardo grandullón que convive con el matrimonio desde que era un cachorro y que conoce perfectamente a su amo, vicio oculto incluido Y así, cuando ve que el hombre está nervioso, porque necesita un cigarro, le coloca la pata sobre la rodilla y ladra. La mujer es la primera que le dice que saque al perro, que quiere hacer sus cosas. Salen, se internan en el bosque y, detrás de un árbol, cada uno se dedica a lo suyo.