El Cantón de Molins nació en el XVIII, cuando las expediciones científicas de las grandes armadas europeas tenían por costumbre buscar nuevas especies arbóreas con las que ennoblecer los jardines de su tiempo
18 ene 2010 . Actualizado a las 12:59 h.En el Cantón de Molins tuvo Ferrol, como los historiadores cuentan, la primera de todas las grandes alamedas de Galicia. especialmente concebida para cultivar la pacífica costumbre del paseo. Una alameda que nació, como tantas otras cosas ferrolanas, en pleno siglo XVIII, cuando las expediciones científicas de las poderosas armadas europeas tenían por costumbre buscar árboles nuevos con los que ennoblecer los jardines de su tiempo. Para Ferrol se proyectó, por aquel entonces, un majestuoso jardín botánico que, también como otras tantas cosas, no llegó a existir jamás. Pero se creó el Cantón, al menos. Y poco a poco, a lo largo de los siglos siguientes, fueron llegando a él especies de ultramar como el cedro del Himalaya que se trajo a bordo de la fragata Nautilus .
Es cierto que la alameda fue, en su origen, mucho más grande de lo que es hoy. Pero tan verdad como que se perdió buena parte de ella es que pudo haber desaparecido entera. Tiempos hubo -y no tan lejanos como cabría imaginar- en los que algún munícipe habló de aprovechar el espacio que el Cantón ocupa para construir edificios nuevos. Saltémonos en este caso, mejor, los nombres. Bien decía Pessoa -permítasenos citar al gran poeta portugués de nuevo, además de repetir el aserto- que se nos recordará por un gesto. Afirmación perfectamente aplicable, incluso, a los que gobiernan los ayuntamientos.
De la historia, un espejo
María José Leira Ambrós, bióloga, profesora y pintora de lienzos en los que la luna sonríe mientras contempla el mundo desde el firmamento, ha contado ya que la alameda se diseñó en 1761; y que ocho años más tarde se aprobó el definitivo traslado de la feria mensual de la ciudad a la entonces llamada plaza de Dolores, que hoy es la del Marqués de Amboage; y que en 1787 el municipio dio el visto bueno al pago de los primeros árboles, que estaban plantados ya; y que en 1844 se decidió que allí hubiese moreras, cuyas hojas permitirían alimentar gusanos de seda; y que en 1864 la Marina le cedió a la ciudad lo que entonces se conocía como el Campo del Reverbero, con el fin de que allí se pudiesen crear -no muy lejos de donde estuvo antaño el Campo de la Horca- lo que hoy son los Jardines de las Angustias; y que en 1881, con motivo de la visita a la ciudad del rey Alfonso XII, se plantaron magnolios. (El Cantón, con frecuencia tan maltratado, es un espejo de la historia de la ciudad, evidentemente).
A un lado tiene el Cantón, además de las Herrerías, el viejo Penal de San Campio, muy cercano a la puerta del Arsenal frente a la que en una pica, y tras la sublevación de 1810, aún se expuso alguna cabeza. Y al otro, lo que fue la primera cárcel pública de Galicia, construida un poco más tarde que el penal, cuando el siglo de las Luces ya estaba tocando a su fin y comenzaba el XIX.
En el penal pasaban la noche, cabe suponer que no muy cómodadamente, los penados que trabajaron en la construcción de las obras del Arsenal cumpliendo penas que hasta poco antes conllevaban practicar la boga en las galeras. Y en la vecina cárcel, los que fueron encerrados cuando el estar preso ya no suponía, por lo menos, que pasase hambre quien no podía pagarse entre rejas su propio sustento.
El Penal de San Campio es hoy el Museo Naval, pero todavía conserva las rejas que impedían las fugas e incluso las rudimentarias cocinas en las que se cocía el caldo con el que se alimentaba -es un decir, lo de que se les alimentaba- a los penados. En la antigua cárcel pública, en la que después fue, ya saben, Instituto de Segunda Enseñanza y Gobierno Militar, está la Fundación Caixa Galicia y por tanto hay, a día de hoy, pinturas y música y cine y libros y conferencias diversas.
También hay, en lo que la Fundación Caixa Galicia es hoy, un café cuyos ventanales miran hacia el Palco de la Música, en el que la Banda Municipal que dirige el maestro Narciso Pillo tiene por costumbre ofrecer todos los veranos conciertos. Es, ese palco, otra obra muy digna de mención, una construcción de especial belleza que ha visto de todo, no solo partituras e instrumentos musicales. Un palco al que, llegado el buen tiempo, los niños se suben de muy buena gana, si no hay concierto. En invierno, en cambio, es más bien refugio de almas en pena.